La Historia del Pollo a las Brasas


La Historia del Pollo a las Brasas

Jorge Bedregal La Vera

Original práctica peruana de definir una parte importante de la vida social en eventos llamados Polladas. Cientos de familias, especialmente en la capital, organizan con precisión de cirujano y profesionalismo envidiable las famosas y bullangueras reuniones que permiten reunir fondos con fines diversos; desde la construcción de un segundo piso ligero para la hija casadera hasta la ansiada camioneta para repartir pan a las 5 de la mañana, inquietos infantes a las 7, somnolientos trabajadores a las 8 y que sirva para familiares paseos los domingos veraniegos.
En estas fiestas que alcanzan en algunos casos la honorable categoría de institución permanente, los peruanos se conocen, se pelean, se enamoran, se desenamoran, engañan, hacen negocio, cierran compromisos financieros o matrimoniales o los rompen. Entre los estridentes parlantes del equipo estereofónico de alquiler que vierte con volumen alucinado las notas de los conjuntos musicales de moda y las encarnadas cajas de cerveza humean en la parrilla aromáticas presas de pollo, que son la excusa sabrosa y perfecta para toda esta parafernalia de rituales sociales.
En ese contexto, alguien cercano me hizo un sugerente comentario entre bastidores: la participación del pollo en la vida nacional y la identidad es mayor de lo que uno piensa y me puso como ejemplo el famosísimo "Pollo a la Brasa".
Dice el mito que hubo una época que las granjas polleras de las cercanías de Lima se saturaron de producto sin poder venderlo y que un perspicaz empresario decidió cocinarlos en masa y ofertarlos a los comensales a precios bajísimos para poder recuperar la inversión.
Este empresario, que estaba tan afectado por la crisis que no pudo comprar otra pintura para su local que no fuera un azul chillón, usó una receta interesante. Con una mezcla de hierbas aromáticas, especias y ají, creó un concierto de sabores impresionante, que se catalizaban en hornos cerrados que cocinaban lentamente al pollo sobre brasas ardientes de carbón de leña natural.
Este local, que aún tiene el color de la pintura barata de la época del 50' del siglo pasado y que se llama "La Granja Azul" aún existe y sigue ofreciendo su clásico pollo a la brasa. Sin embargo, no existe localidad en el Perú en la actualidad que no ofrezca su aromática presencia.
Se dice que es el plato más consumido en mi país y se puede comer en cualquier ocasión, ya sea festiva o cotidiana. Hay toda una industria que gira alrededor de este plato, como los que construyen y ensamblan los hornos, los proveedores del carbón, los fabricantes de las máquinas freidoras de papas y hasta los que venden cantidades impresionantes de papas debidamente peladas y cortadas para luego de pasar por la freidora.
La presencia de las papas fritas al lado del pollo a las brasas no es poca cosa. La tradición cuenta que el padre del dueño de la Granja Azul era poco afecto al arroz graneado (los granos de arroz, cocinados a la perfección en la medida precisa de agua y con el toque correcto de sal, pimienta en bola, aceite y ajos frescos, son la guarnición indispensable de la mayor parte de la culinaria peruana). El hijo, con tal de complacer al padre decide acompañar el plato con una generosa porción de papas acabadas de freír.
Esta mezcla de un pollo cocinado lentamente en un horno de carbón de leña, con aliños orientales y de suavidad sensual con las papas acabadas de salir de un baño de aceite hirviendo, crocantes por fuera y tiernísimas por dentro, tuvo como resultado lo inesperado: un maridaje espectacular, pollo al brasa y papas fritas.
Los tubérculos peruanos, de exquisita textura, al acompañar indefectiblemente al sabroso pollo que mezcla un intenso sabor ahumado con el de las especias y hierbas se colocaron en la mente de todos y cada uno de los peruanos que guardan en su paladar histórico, estén donde estén, y en lugar preferente, los aromas y las texturas de este manjar.
Un cumpleaños, la graduación del engreído de la casa, la visita inesperada de un pariente, la reunión que sobreviene luego de un agitado partido de fútbol callejero o simplemente las pocas ganas de cocinar, dirigen a los peruanos de manera general y natural, a la pollería más cercana o a la más reputada del lugar. Se les reconoce desde lejos, una humeante chimenea que exhala humos aromáticos, una imprescindible pizarra con las ofertas del día y un incesante ir y venir de mozos y comensales.
Necesario anotar, que el pollo a la brasa está diseñado para “llevar”. Con ágiles dedos, el encargado del mostrador, y con experiencia magistral, desprende los pollos recién salidos del horno de las varas de hierro en las que fueron empalados. Coge cada pollo y con una tijera le hace cortes precisos para que luego la división por presas en la casa sea más sencilla. Lo cubre con una gruesa capa de papas fritas humeantes y luego envuelve todo en una ligera hoja de papel celofán. El toque final de este concierto se da cuando con rapidez de ilusionista toma sendas bolsitas previamente rellenadas de mayonesa, salsa de tomate y el indispensable ají y las arroja en el aromático conjunto con placer casi pecaminoso.
Aunque haya voces que alertan contra las capacidades contaminantes innegables de los miles de pollerías a nivel nacional o de los nutricionistas que se horrorizan con las cantidades palpables de colesterol y carbohidratos, el pollo a la brasa será siempre el rey plebeyo que manda con su irresistible mezcla de aromas, sabores y texturas, en muchas de las mesas peruanas y ahora incluso, allende las fronteras.


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