El indulto que no podía llegar Por: Rosa Palacios
El indulto que no podía llegar
Por: Rosa Palacios
Domingo, 09 de junio de 2013 | 4:30 am
Kieko, su propia hija, que pide compasión, ha dejado de
verlo hace meses. Un solo familiar directo lo visita regularmente, su hijo
Kenji. El resto ha desaparecido del registro de visitas de la Diroes. Si el
deber cristiano de visitar al que está preso significa algo para la familia
Fujimori, habría que recordarles que la caridad empieza por casa.
Uno de los daños más sutiles y permanentes hechos al
Estado de Derecho en el Perú es la extendida idea, comprobada en la historia,
que quien está en el poder todo lo puede. Así, la ley es tan solo un mero
artificio para instrumentalizar su voluntad, la que sustituye de facto
todo el sistema de separación y control entre Poderes, base de la democracia
liberal. Esa herencia totalitaria que nuestra República debe a los militarismos
y autocracias de los siglos XIX y XX llegó a su máximo esplendor durante la autocracia
fujimorista dadas las dotes de leguleyo que exhibía Montesinos.
¿Cuántos ejemplos del uso de “formas” legales vaciadas de
todo contenido podemos mencionar en el epílogo de siglo XX? Ahí están los
“contratos” de coima con los dueños de los medios de comunicación; la “CTS” de
Montesinos, que no fue sino dinero robado a través de un decreto supremo (la
forma ante todo); o la mismísima re-reelección con un TC defenestrado en un
proceso supuestamente legal en el Congreso, que permitió que un coimeado JNE
emitiera una resolución de nuevo, supuestamente legal. Primero, la forma. ¿Y el
contenido?: el capricho del poderoso maquillado de legalidad.
A raíz de la solicitud de indulto a Fujimori, he visto
cómo esta manera de malentender la democracia tiene raíces profundas en el alma
de los peruanos, aun de aquellos de la mejor voluntad. Millones han creído que
en esta materia, como en otras, el presidente Humala podía hacer lo que le
diera la gana por encima del estrecho margen que le deja la ley para conceder un
indulto en estas particulares circunstancias.
Se justifica esta conducta en la “razón política”,
aquella forma de justificar que el poderoso haga lo que quiera por encima de
los límites impuestos por ley. He sostenido a lo largo de estos meses que tal
razón política no existe en democracia. Hoy, si un presidente quiere usarla,
terminará procesado o preso, como es el caso de Fujimori. La razón política es
un rezago de casi 200 años de gobiernos autoritarios donde se usó impunemente.
Justamente la mayor victoria del caso Fujimori fue acabar, paradójicamente, con
ese ciclo. Muchos aún no lo aceptan o no lo entienden. Nadie está por encima de
la ley. Nadie. Ni siquiera la esposa del presidente.
Cualquiera que haya leído hace meses el Reglamento de la
Comisión de Gracias Presidenciales sabía, con la información médica pública
disponible, que Fujimori no alcanzaba los requisitos para un indulto
humanitario (no puede recibir uno común por prohibición de la ley peruana y de
la jurisprudencia de la CIDH) para enfermedad no terminal. Los males que
padece no son incurables, degenerativos, ni progresivos, y las condiciones de
la cárcel no agravan su condición. Si Humala lo hubiera indultado su resolución
hubiera sido “legal” en la forma, pero inmediatamente impugnada por falta de
motivación. Ningún ministro de Justicia habría firmado esa resolución a
sabiendas de que sería inevitablemente procesado. El presidente no tenía, pues,
otro camino que el tomado.
Fujimori puede y debe ser indultado el día que cumpla los
requisitos que están objetivamente señalados en la ley, cuya proporcionalidad y
racionalidad nadie ha impugnado formalmente. Mientras tanto, sus dolencias
merecen, sobre todas las cosas, el trato humano que su propia familia y
partidarios no le están dando. Su propia hija, que pide compasión, ha dejado de
verlo hace meses. Un solo familiar directo lo visita regularmente, su hijo
Kenji. El resto ha desaparecido del registro de visitas de la Diroes. Si el
deber cristiano de visitar al que está preso significa algo para la familia
Fujimori, habría que recordarles que la caridad empieza por casa.