La CNDDHH presenta balance del primer año de gobierno de Ollanta Humala
Presentación al informe.
Balance de los derechos humanos a un año del gobierno de Ollanta Humala
No se ha cumplido siquiera un año del gobierno que imaginábamos auspicioso para las transformaciones que nuestro país requiere –aún cuando no sean grandes— y los peruanos y peruanas hemos podido constatar que se trata de la re-edición de estilos políticos anteriores: unas fueron las promesas durante la campaña y otra la realidad fáctica del ejercicio del poder. Unos son los avances legales, burocráticos y de planes amplios sobre posibilidades de garantizar derechos fundamentales (inclusión, planes sectoriales, plan nacional de derechos humanos) y otro el retroceso real de varios muertos, decenas de heridos, centenas de criminalizados y recortes de libertades fundamentales usando la razón del estado de excepción que deviene en la normalidad para gobernar en las actuales circunstancias. La democracia es precaria en el Perú, pero ahora más que nunca, la excepcionalidad se convierte en regla trastocando el incipiente proceso de ciudadanía desplegado después de la dictadura fujimorista.
En efecto, a un año de gobierno tenemos un recuento de 15 personas muertas durante diversos conflictos sociales; una serie de heridos producto del uso de armamento letal de parte de la policía y las Fuerzas Armadas, algunos cuadrapléjicos; diversos líderes de las protestas criminalizados y empapelados por denuncias de los procuradores del Ministerio del Interior y de la Presidencia del Consejo de Ministros incluso con anterioridad al supuesto delito como “medida de prevención”; una percepción generalizada en las áreas de conflictos de que la policía no protege a los ciudadanos sino que cumple un papel de “guachimán” de las empresas extractivas; una caja fiscal durísima e injusta con los reclamos de familiares y deudos de las víctimas del conflicto armado interno (el eterno tema de las reparaciones) y un Gobierno Central que comete una serie de torpezas políticas, entre ellas, detener de manera arbitraria y violenta a los líderes más dialogantes de los conflictos medioambientales mientras que la policía siembra bombas molotov o cartuchos de AKM en la camioneta de un vicario de la Iglesia católica. Todo esto en un clima de tensión social altísimo debido a que las formas para seguir adelante con el crecimiento y la supuesta inclusión social (en realidad más económica que política o de derechos) pasan por la incapacidad para establecer mecanismos de diálogo efectivo y una cerrazón en imponer megaproyectos sin consenso ciudadano sino a la fuerza.
Todo lo anterior nos permite tener una sensación de déjà vu de los años del fujimorismo, solo que esta vez, en versión acelerada y de bonanza económica. Así que incluso ahora la desesperación de esos años no puede ser explicación ni justificación para el autoritarismo. ¿Si crecemos a un porcentaje anual europeo –de la Europa en sus mejores épocas—por qué hay un creciente malestar y frustración en los pueblos del Perú? Distribución y justicia, al parecer, no han sido factores que puedan combinarse en los esquemas del gobierno de Ollanta Humala y su premier Oscar Valdés. Así tenemos que hay una necesidad de hacer caja en cinco años y por ese motivo se asume para todo el Estado, y no solo para el gobierno, la importancia de los intereses de los grandes capitales tanto nacionales como extranjeros. La necesidad de tener liquidez para los proyectos asistenciales como Cuna+ o Pensión 65 o Juntos –aunque aparentemente no lo sean—en verdad implica un cheque en blanco a intereses de empresas y familia poderosas para lograr cuadrar la caja fiscal que permita este reparto de dinero o la mal llamada “inclusión social”. Pero, ¿acaso esto es desarrollo?
La palabra fetiche del capitalismo peruano es desarrollo. El concepto desarrollo, que deviene del decimonónico “progreso”, sigue percibiéndose como la posibilidad de adscribirse a formas occidentales de vida para toda la población en un camino que implica un recorrido de menos a más, de salvajismo a civilización, de caminar con los pies en el suelo a andar en carro estacionándolo en los mall de las ciudades emergentes como Trujillo, Piura o Cajamarca.
El desarrollo puede tener diversos apellidos (sustentable, sostenible, humano, integral) pero su concepción esencial está imbricada con formas de vida occidentales asentadas en el consumo y el aumento del gasto incluso cuando se habla de acceso a la salud y a la educación, puesto que la educación se percibe como un elemento más de aumento del capital simbólico o profesional del sujeto. Lamentablemente, otras formas de vida, como por ejemplo privilegiar la agricultura orgánica o la vivienda comunitaria, no pasan siquiera a ser pensadas en nuestros días en el Perú. Estamos absolutamente imbuidos de una lógica mercantilista que no nos permite sino “alegrarnos porque en Lima se compraron 90 mil automóviles entre enero y junio del 2012”, cuando en realidad, debería parecernos un enorme error importar tanta máquina contaminante para movilizarnos en lugar de invertir en transporte público eficaz y de calidad. Obviamente los autos no sirven solo para movilizarse, básicamente su función principal es sustentar visualmente un status: el que todo “emprendedor” ansía. Así regresamos, como el ouroboros, a mordernos la cola de la lógica mercantil y consumista.
Por otro lado, y en relación a lo que específicamente nos compete como Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, podemos sostener que la lógica de la inclusión en derechos funciona de la misma manera. El reglamento de la Ley de Consulta Previa, por ejemplo, organizado e impulsado por el Viceministerio de Interculturalidad, en realidad es una manera de frenar la propia posibilidad de consulta e incluso la sola situación de un viceministerio que es mucho más amplio, en sus temas y encargos, que el propio Ministerio de Cultura. La escasa participación de centrales y movimientos indígenas en la misma no ha hecho sino reconfirmar la sospecha de los apus o líderes de las diversas etnias sobre la burocracia limeña que corre detrás de un plan o de una necesidad normativa, sin entender las lógicas de la cultura sobre la cual se van a plantear esos deberes o derechos.
Igualmente la ampliación de derechos para población LGTB pasa por re-configurar al Estado en su verdadera laicidad y no solo por incluir algunos artículos ambiguos en planes de igualdad de oportunidades. En este sentido, sucede lo propio con las mujeres, quienes siguen siendo agredidas por sus parejas en un país que se ha convertido en el primero en América del Sur en tasas de feminicidio y sin políticas públicas que puedan asumir, junto con las necesidades urgentes de albergues o dispositivos de protección, una política pública urgente contra el machismo asentada en planes interinstitucionales entre cultura, educación y salud.
Por todo lo expuesto es necesario e imprescindible señalar que las tareas en derechos humanos son múltiples, el malestar intenso y las posibilidades reales de trabajar con instancias estatales cada vez más escasas. Sin embargo, considero que es un deber de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, seguir apostando por la política, en el mejor sentido del término, para la defensa de los mismos. Me refiero por supuesto a la necesidad imperiosa de entablar diálogos múltiples no solo con actores estatales, sino con la misma población organizada, así como con otras redes que pueden ampliar nuestra visión y apuntalar nuestro trabajo específico en el tema. Creo que a pesar de todo las diferentes mesas de trabajo y grupos de trabajo de la CNDDHH, sobre todo, el referido a Pueblos Indígenas, son espacios no solo para el debate profesional y técnico, si no el lugar donde se encaminan los lazos solidarios entre diferentes formas de activismo, reflexión y apuesta por una mirada otra sobre nuestras diferencias.
No quisiera terminar este recuento sin agradecer al equipo de la Secretaría Ejecutiva de la CNDDHH que ha podido llevar a buen puerto, con todas nuestras limitaciones, una ebullición constante en el tema de defensa de derechos durante este año y medio en el que tengo el honor de dirigirlos.
Rocío Silva Santisteban
Secretaria Ejecutiva
Coordinadora Nacional de Derechos Humanos