Recuerdos de Yucay Por: Fredy Amílcar Roncalla
Recuerdos de Yucay
Fredy Amílcar Roncalla
A María Luisa Lira
A los hermanos Cusihuallpa[1]
Ésta es una historia acerca de un escrito inconcluso. Ayer nomás, hace unos diez años, pasé por
Yucay. En sus dos plazas, y al lado del
palacio de Sayri Tupaq, pude conversar
brevemente con María Jesús, que ni a María Luisa ni a María Teresa las había podido hallar en el Cusco, como tampoco a David y su esposa, la china. Ellas eran sobrinas de
Jorge A. Lira, al que vi por única vez paradito, esperando su micro al Cusco con un maletín en
la mano en el que acaso tenía un nuevo
diccionario o canto quechua. Entre los
Lira y los Cusihuallpa, del caserón
de Kochawillka, mi estadía en Yucay, de unos tres meses, ha dejado en mí un sentido de
pertenencia, que se ha ampliado con esporádicas
visitas a Ollantaytambo, Willoq, Pisaq y Calca, como si la palabra más fabulosa del quechua: “wayki” me devolviera al Valle Sagrado cada vez que la pronuncio.
Llegue ahí a mediados del 79
contratado por Henrique Urbano para
buscar incas, recoger nombres de lugares y
cuanto pudiera del acervo narrativo de Yucay. Entre los hermanos Cusihuallpa y los Lira fui
tejiendo mis relaciones y adentrándome de pocos al pueblo, conociendo los
nombres de lugares, algunas tradiciones, descripciones de fiestas, e
incontables historias familiares. Ya publicada una primera versión de este artículo
en el excelente número 50 de la revista Pututu,
Cultura Ollantaytambina, que dirigen los hermanos Carlitos y Oscar
Olazábal, volví hace unos meses al querido Cusco. Fue cuando pude verme de
nuevo con Maria Lira y con Alejandrina Mesme. Y a los dos días con Emilio,
David y Santiago Kusiwallpa en Yucay mismo. Hay hermandades inenarrables que
duran para siempre y dan ganas de nacionalizarse valle sagradino al momento de
escribir esto.
Pero voy a
contar algo del arroz con bicicleta que paseaba en mi mente aquel tiempo que
estos queridos hermanos y hermanas -a los que se sumarían, en el Valle Sagrado,
Lino Pareja, Darío Espinoza, Marco Flores Aréstegui, Carlitos Olazábal y Odi Gonzáles[2]-
me cobijaron como uno mas de su familia al inicio de la década de los ochenta.
Una historia de ideas, ni siquiera
fetichistas, que se aparecen de improviso, quieren pero no pueden, abren puertas, se manifiestan en bocetos,
y al cabo de treintiún años apenas se presentan en estas páginas.
Había llegado de
Ithaca el 77, un poco antes del paro del 19 de julio y de la constituyente. Empapado
por un semestre andino en Cornell,
alumno libre, en donde la etnohistoria ya empezaba a pasar de los predios de
Murra al Perú, y el estructuralismo en la antropología andina, con el dualismo
y la complementariedad como la niña de sus ojos, estaba en su apogeo. Por el Mac Graw Hill pasó
llapan mundi, hasta un loquito francés que hace un tiempo le había dicho a José
María Arguedas que en Huancavelica no habían
indios. Luego terminé dictando quechua en la Católica a las primeras
promociones de estudiantes de historia que empezaron a mirar mas allá del
español y de la inmensa división ficticia-real entre el país oficial y los
andes. Las malas lenguas de la clase empezaron a llamarme yanqui andino, pero
como éramos migas, solíamos tomarnos
unas chelas en vez de las clases y terminamos el curso con un tono de padre y
señor mío. De esos meses me queda el recuerdo de una bella
novia y unas visitas con ella a mi
penthouse del Purito Rimac y al Wony, el
centro vital que no había dejado ni en mis andanzas por el norte. Eran tiempos en que la poesía era el eje y la
vanguardia del universo, que no podía estar en ninguna otra parte que en
ese bar de la calle Belén.
Chaymi
yanqallaña universidadpi purichakuchkanytiy me buscaron para un singular
trabajo de traducción. Había llegado un
ex dibujante de comics japonés metido de antropólogo de una cosa rarísima que se llamaba poética de la cultura, que suponía
que el motor dinámico de ésta y del arte
estaba en el caos, la fiesta, el carnaval, la carcajada, la corporalidad y el
mito y el ritual. Que a su vez tenían afinidad a nivel profundo con el arte
contemporáneo. Y para demostrar todo ello recurría, cajón de sastre, a retazos etnográficos de
todo el planeta y cuanta teoría tenía
a mano. El asunto es que llegó al Perú a escribir un libro en español quien sabe
porque. Pero no hablaba castellano, y su
inglés no se lo he escuchado ni a ninguna de las simpáticas changuitas de los restaurant de Little Tokio, en East 10th Street. Me tocó escuchar a Masao
Yamaguchi en inglés, entenderlo como podía, traducir y redactar
a maquinilla un manuscrito en
español, que tengo guardado en una copia de wp4 que sólo lo reconocen las compus prehistóricas.
Aprendí como nunca, pero no se exactamente
qué cosa. Y se me prendió el hilo
que pese a las divisiones y abismos
violentos que dentro de poco dejarían miles de muertos en el país había una
relación profunda entre las prácticas
rituales, religiosas tradicionales y el arte moderno. Entre el
querido y profundo ande y aquello que mal llamamos occidente, donde residía el
arte de vanguardia que entonces creía(mos)
totalmente lejano de la tradición indígena y popular.
Yendo al Valle Sagrado
por Saqsayhuaman y Kenko uno sube y baja
a Pisaq. En la subida y el tramo de bajada donde la quebrada
se va ahondando rumbo al Vilcanota
varias paredes incaicas trepan
pequeños abismos colgadas en el tiempo y envueltas de musgo, pero
siempre con un sentido de armonía e integración que verlas una y otra vez es algo hermoso. Preámbulo al valle que se
abre al lado izquierdo y al frente de Pisaq con sus andenes trepando la ladera detrás del pueblo, como si remataran a pasos cortos un
concierto de formas y niveles, de líneas
curvadas y angulares, de trazos abstractos y harmónicos, de los inmensos andenes del lado izquierdo del pueblo. Contrapuntos
entre lo pequeño y lo inmenso, entre peñas y
pampas, tierras de secano y de
riego, un margen de nevados y picos que
albergan antiguas wakas y nuevos apus y el otro más curvado pero no menos
hondo. Y va la carretera por el valle
hasta casi cerrarse en la fortaleza de Ollantaytambo, donde
los muros de tiempo están no sólo en la ciudadela y los andenes que van
al río, a Phiri y a Patakancha, sino en el pueblo mismo. Pisaq y
Ollantaytambo, las dos puertas del Valle
Sagrado.
Si José María
Arguedas dejó claro que estamos hechos de música, no es menos cierto que somos geografía,
apego a la tierra, a los lugares nombrados, a la belleza permanente y cambiante
de los andes. Y que al comunicarnos con ella mediante sonidos, nombres, pagos, invocaciones, memorias
profundas, labranza y cultivo de lugares grandes y pequeños, lo que hacemos son actos poéticos.
Entrando la
Yucay por la vuelta de Wayoqari camino a
Urubamba, lo que se ve es una calle larga cruzada por varias transversales. Desde
que la carretera dejó Pisaq no son tan visibles grandes andenes en ambos flancos del valle. Pero uno baja con
el río recorriendo paisajes de maizales quebradinos, sembríos de frutilla, durazno, naranjas,
bosques de molles, eucaliptos, salvajina, cabuyas y retamas. Que entonces habían a montones con su verde oscuro y sus
gallitos amarillos, pero ahora, junto a
las ranas, por un no tan misterio biológico y neoliberal, han desaparecido del
valle. El pueblo corre paralelo al Vilcanota bordeado por la parte de atrás de
unas ciénagas y acequias que lo recorren casi en su totalidad. Al fondo,
casi la a salida a Urubamba florecen, quien sabe por cuanto tiempo, los
gallos rojos de los pisonayes de las dos
plazas del Pueblo. Las cruza la iglesia.
Atrás, en el piemonte de dos cerros nobles y curvados hay una serie de grandes andenes incaicos regados
por unas acequias que beben de una
quebrada que cae perpendicular a la iglesia y las dos plazas. Más al fondo un
nevado aparece marcar el final de una línea que pasa por la iglesia y se pierde en el Vilcanota pasando
frente a la casa de los Lira. En su
transcurso varias piedras inmensas que habían
marchado en fila detuvieron su paso
cuando el inca las dejó de arrear a la llegada de los españoles. Pero ciertas noches aun sale una yunta de oro
desde la base de un inmenso árbol del andén
Luqmayoq pata, que está en el mismo eje. Y mirando hacia el cerro Saywa, a la mano
izquierda las casas de los gentiles se
pegan a las peñas. Mas abajo la laguna
de Anqas Qocha, dice está poblada de
patos misteriosos y puede enfermar. Se conecta por vías subterráneas con las aguas de la laguna Yanaqocha, aquella que se enfurece cuando uno
le tira piedritas, y desemboca en un
bosquecillo de qeñuales en la cabecera
de Wayoqari[3].
Cada lugar tiene un nombre y un orden. Una temporalidad
y sus símbolos. Mucho tiempo separa Kañariyoq (nombrada en referencia a los
Kañaris) de Tenería (nombrada en torno a un taller de tintes), y el nombre
mismo del pueblo –Yucay como engaño-
está en los albores de la historia. Como cuando el inca recalaba a pasar sus weekends, o como cuando
Manko Inka partió al Cusco con la
intención de partirle la madre a los
españoles. La línea que va de la iglesia al nevado ordena los sentidos. Tengo
al lado del escritorio todos los nombres y los croquis. Y los apuntes de las veces que he tratado de hablar de todo esto. Pero esta es una
historia de unos escritos imposibles, y prefiero trabajar con la corta
memoria.
El caso es
que el saqra estructuralismo, el
vanguardismo, los arrebatos prebajtinianos de Yamaguchi y
el semestre andino me estaban fermentando más rápido maíz que blanco en chichería. Hablaba de ello con mi warmi, que llegada
de Boston con su gran alegría estaba
deslumbrada por todo y nuestro
diálogo caía en el remolino de la
mímesis, hasta que regresó a sus
estudios y me quedé sapachallay kay mundupi, cantando acaso imaparaq urpi te
habré conocido, aunque esos tiempos eran
del Comunero de los Andes y la Rosa Blanca.
Fue entonces que dejando de lado
las fiestas, los chismes, los harawis de
la jornada, y el cotorreo interminable con todo el mundo, un día, debajo del pisonay de la plaza de
Sayri Tupaq- donde vivía su famoso tío -
hablé con María, y le expliqué lo que
estaba observando. Que a
ambos bandos de esa línea había mitades,
y que
los nombres de los lugares seguían el patrón espacial de la complementariedad
andina. Le dibujé un croquis con los nombres que ya había recogido y empecé hacer rayas trazando las supuestas conexiones simbólicas
de un lugar a otro. Nunca más volvimos a
hablar del asunto. Creo que en ese momento
pensé, con arrogancia limaca, que lo que le estaba presentando era bien far
out, pero al cabo del tiempo sé que la
cosa fue al revés. Que mi
esquema era demasiado frío, conceptual,
que fetichizaba los topónimos y los
hacia significantes vacíos de juegos formulaicos y
conmutacionales, como en efecto suele suceder cuando ciertos conceptos empiezan a tener vida propia y les vale madre
su referente inicial. Además, en el caso
de los nombres de los lugares en el valle
y el ande, éstos evocan como símbolo, pero tienen un referente y campo
especifico, un haz de imágenes poéticas que los hace único y distintivo.
Sé por ejemplo que Trigo
Orqo, Alma Samarina, y Wanchuni tienen
imágenes especificas a la geografía de la
imaginación asociada a mi Huaraqo de infancia. Y que del mismo modo para
los yucavinos Kochawillka, Paraqay Pata,
Marquesado, Anqas Qocha, Llawlli Moqo y otros no son sólo nombres. Cada lugar tiene un espíritu y una
especifidad fenomenológica que a la distancia es potenciada por el recuerdo y
en el lugar por el ritual, la fiesta, el
ciclo agrícola… la cotidianeidad.
Mas allá de lo
que pudo ser una incomunicación insalvable
María demostró que si es importante el
intercambio conceptual, lo es mucho más
la inteligencia afectiva manifiesta en el lenguaje de la amistad, el humor, la
generosidad y sobre todo la hospitalidad. Seguimos conversando en Yucay, en el
Cusco, en Lima, y en el Phasyuk y nunca dio a entender que ñoqa estuviera fuera del tiesto. Era de Yucay y venía
de San Antonio de Abad, donde la
antropología estaba más cercana a los procesos humano sociales, y a las dramáticas disyuntivas que a inicios de los
ochenta se les presentaba a cualquiera
que tuviera un poco de compromiso social: la política lo permeaba todo y su mandato tenía un manto religioso. Ya en otras ocasiones, bajo el pisonay o en un boliche frente al antiguo
mercado del Cusco, pude ver que el
pensamiento de María siempre estuvo centrado en la realidad, y en un largo trabajo en comunidades
campesinas del sur andino.
Fuera del
tiesto, la kallana, el fogón, el humo
renegreando el cielo raso, y de los cututos paseándose por la cocina, el rollo estructural, su tentación algebraica
de asociarse en formulas y teoremas tenía, en la antropología del momento, la tendencia a olvidarse del ser humano y social. Acaso la pregunta simple era: cuál es la relación de estas estructuras simbólicas y
modelos bien armados con la historia y
los conflictos sociales? Y cuál, incluso,
con la cotidianeidad de cada lugar? No sé como habrá resuelto la antropología
este rollo, pero sí que cuando la guerra civil puso serias dudas
sobre la antropología estructural no faltó algún andinista que -al igual que un profesor de New England que saltó a la
palestra dudando de Rigoberta Menchú-
tuvo su cuarto de hora de fama criticando
el modelo. Cual habrá sido su propuesta alternativa? Si hubo alguna no se oye padre. Lo que sí se
oye, y bien claro, es el horror irresuelto,
sin reparación alguna, de la guerra en el llano y en los que se quedaron, de
uno y otro lado, bregando en el campo.
Había llegado a
Yucay picado por los mismos dilemas que
se discutían en el centro e incluso
llevaron a muchos del Wony a reunirse en
un proyecto llamado la Unión Libre, donde
el problema de la vanguardia y el
compromiso llevó a discusiones kilométricas y a chinganas
insalvables. Sería el año 79 o el ochenta? Qonqaruni. Pero era claro que el
maestro Juan Ramírez Ruiz -que ya había
empezado a resolver el impase entre el
estructuralismo, la revolución, el cambio social y el arte en Vida Perpetua- se oponía tajantemente a que el arte fuera regido
por el partido, reivindicando, eso sí,
su rol de vanguardia, de cambio,
de salir del sistema. Era la ruptura o era nada.
Por mi parte, de
una forma burda, tratando de compaginar
la ilusión de lo tradicional con
la de la vanguardia, apoyándome en las
piedras que le hablaban al niño
Ernesto y el paseo de Antonin Artaud en
las tierras Tarahumara, terminé por
escribir algo rarísimo: una mirada
y teoría del arte y los procesos
sociales a partir de una lectura de las
relaciones estructurales de los topónimos de Yucay. Cosa de locos. Ima chuspi kaniwara. Sabrosa por su intensidad
y por que cada palabra era un paso firme en el abismo, pero a la vez una tarea
imposible. Escribí intensamente en Yucay, en la azotea del purito Rimac, en
los nocturnos de Vermont y en Ithaca, pero no llegué a concretar sino un inconcluso
mamotreto.
A veces cuando uno
apunta a hanan llega más bien a las profundidades de urin,
a momentos que en extremos de arbitrariedad
del signo las palabras ya no significan nada y un terrible silencio de ruido y tristeza lo cubre todo. Es cuando el caos es fundante y la poética
pesa e invita la otra margen. Y si uno retorna es que ya sin nombres, en estado
de imagen pura, están los andes, los toros que pasean debajo de Kunturwachana, el viento de la puna silbando al borde de las
lagunas, la cortina de nevados cayendo
en picada al valle al frente de Maras, Tiobamba y Chinchero. Paqarinas.
Si en la plaza
de abajo había vivido Sayri Tupaq y en la de arriba una ñusta, en Yucay no encontré ningún inca. Pero recogí una buena tanda de relatos. El
que más recuerdo es la pelea del arpa y el violín en el cementerio que me contaron una noche cuando con los Cusihuallpa andábamos
por la calle principal firmando nuestros
nombres ispakustin. Una variante de ese cuento está al final de Avioncha de Máximo Apaza de Pitumarca, en Valle Sagrado de Odi Gonzáles, y en las fugas favoritas de mi wayki Lino Pareja. Tiempos también en
que resonaba el final de La rotonda de Sonia Yasmina. Entonces entregué las libretas
de campo y los casettes a una secretaria de
Enrique Urbano en el Cusco, guardé mis borradores y dejé el valle, los andes, el Perú… ay sabe dios si volveré.
Luego de breves
temporadas en Lima y Vermont, recalé en
Ithaca donde traté de entender un poco más lo que había visto en Yucay leyendo Landscape of fear de Yi Fu
Tuan, Poetics of Space de Gaston Bachelard, y cuanta cosa pudiera
encontrar en la seccion de new releases de la biblioteca de Cornell. Pero al final me fue ganando una vieja pasión por el príncipe de los cronistas y padre global de
la vanguardia literaria: Wamán Poma.
Cada genio es un vasto territorio que te puede atrapar toda la vida. Y es capaz
de articular imanes que agarran carne a través del tiempo. Es la
diferencia entre todas las sangres con la colonialidad del
poder, y entre los Zorros y Rayuela,
la Casa Verde, Palomino
se ha palomeado, ama Pantachataqa Pantaleonwan pantankichikchu. Entre la Nueva Corónica y la huachafería de curas, virreyes, tinterillos, escribanos y
cronistas pampapi hispaq herederos del requerimiento. Salvo, eso sí, los
comentarios del Inca Garcilaso. Desde que
Billie Jean Isbell, primera
unsung maestra, me regalara la copia
fascimil de Rivet hasta ahora Wamán Poma
ha sido guía. En Ithaca,
Harlem, el Cusco, Lima y Bolivia. Solo y con queridos amigos. Tratando de
imaginar su vida, su paso por la
violencia colonial, y soñando entre varios llapallan musquy comunidad con
un trabajoso guión, que al final terminó en un corto dirigido por Wilton Martínez,
donde el autor camina y lo que se oye son sus propias palabras leídas por ñoqa en forma de poemas, como lo habíamos pensado con Julio Noriega, a
partir de su inclusión como poeta en el Oxford Anthology of Latin American
Poetry, de Cecilia Vicuña. Una
tarde, en la feria de Tiobamba, escuché
a un anciano rezando en quechua de modo conmovedor. En él creí ver a
Wamán Poma implorando a la virgen Santa María Peña de Francia. O tal vez lo encarnaba
más otro viejo que a la salida de Yucay
nos hablaba con palabras
crípticas. Pero sí era seguro que el Pitusiray y el Sahuasiray son casi idénticos en la Nueva Corónica y en
Calca.
El parentesco de
la escritura de Wamán Poma con la geografía del Valle Sagrado, Yucay y los andes no sólo está en estos y otros dibujos que a veces parecen retratar días actuales[4].
Está también en los patrones espaciales
que rigen su escritura multilineal y sus
dibujos. Si los primeros decenios de su reaparición
ha sido difícil leerlo de una forma lineal, fueron necesarios sendos
estudios multidisciplinarios para
saber que su escritura es multilineal –
de vanguardia- y que su imaginería se rige por patrones
espaciales duales y complementarios. Es
decir arriba/abajo; izquierda/derecha;
masculino/ femenino chayna hinakuna. Categoría panandinas que permiten ordenar
los topónimos de Yucay y casi todo
pueblo del ande. Si los trabajos Rolena
Adorno para entender el ordenamiento espacial
en Wamán Poma; de Gary Urton y Anthony Aveni para la ethnoastronomía; los de
Elayne Zorn sobre los tejidos; los de Billie Jean Isbell, Salvador Palomino y varios estudiosos para el
dualismo andino, han hecho posible encarnar conceptos que hace poco he
sindicado como vacíos, fueron necesarios desarrollos posteriores en el campo de
la creación y reflexión teórica andina para comprender la relación profunda que
la poética espacial de la escritura de
Wamán Poma y los topónimos del ande tienen con el pensamiento y el arte de
vanguardia. Tendría esto en mente Enrique Urbano al mandarme al campo a
descifrar la poesía concreta de Yucay, y a otros asistentes la de Maras y Chinchero? Yachanipaschu.
Por mi parte,
siguiendo la pauta de Salvador
Palomino en su poco estudiado trabajo
sobre Sarhua, donde hace una reflexión
teórica y etnográfica sobre la dialéctica andina de complementariedad de
opuestos que se resuelven en las mediaciones del chawpi, si mal no
recuerdo, escribí un largo ensayo sobre
Wamán Poma y el problema de la escritura
usando como principios epistemológicos las categorías de hanan y urin acompañadas de ukun y hawan, de
tal modo que, por ejemplo, la invasión e inversión colonial, el mundo el revés,
se podía explicar por la usurpación del
invasor de las posiciones ukun y hanan. Chayraykum hasta ahora el poblador
originario, el runa de los andes, de la selva y
costero es considerado como el “otro” en posición subalterna, huqnin o urin. La crítica y la
praxis antihegemónica, de este paradigma
colonial y racista tiene, en estos días pluriculturales de renacimiento
andino y de pueblos originarios y afrodescendientes,
muchos actores que no articulan como el otro sino en primera persona ñoqayku.
Lo que vemos es una serie de horizontes contrahegemónicos en tinkuy y pallqa
con el neoliberalismo y la globalización, trastocando incluso gracias a ella los
tradicionales discursos y prácticas de dominación,
racismo, explotación y discriminación. Justo en el momento en que se cumple el
centenario de ese otro gran ukunmanta tukuy sonqunwan qellqapakuq: José María Arguedas. Maestro que recorriendo la geografía física y
humana de los andes y el Perú nos ha dado lugares inolvidables: Lucanas,
Abancay, Pichqachuri, Chimbote. Una metáfora siempre actual: Todas las Sangres.
Y una dualidad espacial contradictoria,
violenta, fértil y siempre presente: el zorro de arriba y el zorro de abajo. No estamos solos.
No recuerdo
cuando archivé el manuscrito sobre la poética del espacio en Yucay, pero sí que
se salvó de ser arrojado al tacho junto con otros borradores una noche en el
College Avenue de Ithaca, luego que me
tirara un rollo incomprensible sobre
Derrida y Melville con un estudiante de literatura comparada de Cornell.
Años después lo retomé y pasé parte
de él a la computadora. Pero no
terminé sino una parte. Porque acaso hay
voces más claras y desarrollos
recientes.
Volviendo a la
relación entre la poética espacial y la
vanguardia vale la pena mencionar sólo algunos casos de un inmenso torrente.
Los primigenios poetas espaciales del ande son cantantes y músicos. No sólo cuando ofrendan a los dioses tutelares, sino cuando
los lugares son aludidos, homenajeados y recordados por voces peregrinas que se
conectan con el lugar de origen. Son los nombres de los pueblos y de sus campiñas
los que se nombran junto al ser amado pasando a ser parte del objeto
del afecto: Puquio, sus barrios, Caraybamba, Iscuchaka, Acomayo,
Pisticuchi, Ocobamba, la lindura de Andahuaylas que es la de todo lugar
que uno lleva dentro. En el mismo Yucay un
tayta cura le canta a su plaza. Y
niñachay de William Luna es la mujer andina intentando nuevas líneas melódicas,
en contrapunto acaso con la ayacuchana, linda huamanguina, a ver si nos entrega su amor. Cuando mucho antes, un descendiente de Yucay,
Miguel Flores, intenta unir el rock y el jazz con el sonido del ande. Y
desde entonces la música es espacio
fluido de confluencia entre la vanguardia y la tradición. La música y
los tejidos. Los hilos y los colores. Los espacios en diálogo y la vestimenta
como poesía concreta.
Ya en caminos de
la kikin poesía destacan los libros de Odi Gonzáles presentando el valle en viñetas cinemáticas pobladas de
personajes del mundo real e imaginario. Su poesía
se desenvuelve en imágenes
corales, de gran economía simbólica y precisión expresiva, que
viajan entre el español, el quechua y últimamente, en traducciones al
inglés. Un aspecto que vale la pena recalcar de la poesía de Odi Gonzáles, es
que habla en primera persona, trastoca la diglosia y la hegemonía, fortaleciendo considerablemente el puente
entre el lugar de emisión “tradicional”
y la “modernidad”. Términos que se deben tomar con pinzas por que son más bien
ficciones oficiales en bancarrota, y si existen es como ilustración del
dualismo. Dicho en otras palabras, Odi Gonzáles rompe con la costumbre de hablar del andino
como el “uqnin” y amplía la retórica de la alusión mítica, que la poesía del
ande en quechua y en castellano tenía, y
sigue teniendo[5].
Su sintaxis dinamiza la posicionalidad
de la poética del espacio de los topónimos
andinos, actualizando de un modo muy personal sus posibilidades
permutacionales.
Desde un vertiente más ligada a la poesía de los
setenta y como proyección radical de la poesía
de ruptura, cuya arte poética es inaugurada
en los manifiestos de Hora Zero y la teoría del poema integral, el
maestro Juan Ramírez Ruiz publica al fines de los noventa Las
Armas Molidas. En este extraordinario libro
Juan Ramírez Ruiz sintetiza las pallqas
y los tinkuys entre el arte y la política contándonos una historia del Perú desde el
ukun colectivo que son los pueblos originarios del ande y la amazonía[6].
En diálogo constante y proyección hacia
hanan, que es el nivel de humanidad plena que buscan los pueblos originarios.
Este ambicioso proyecto lo que hace es
superar definitivamente la
lectura utopista (eurocéntrica, porsiancaso) de los andes introduciendo las categorías hanan, ukun
urin chay hinakuna, como guías poéticas
y epistemológicas de un derrotero único
que aun no hemos entendido del todo.
Plantea también una escritura
alfagramática y amplía la teoría del libro, de tal modo que un éste puede ser
un ceramio, un pallar, un tejido, un quipu, un relato Shipibo, Cocama chayna hinakuna.
Una vez ampliada
la teoría del libro, se puede también expandir la teoría del texto poético, de
su narrativa, incluyendo en ella no sólo la poética de los topónimos, de los
rituales, de los relatos míticos, y de
la música, pero también la de los sitios arqueológicos, como lo hace Jorge
Eduardo Eielson con Puruchuco, o las lecturas recientes de Caral y las líneas
de Nazca como escenario ritual.
Y en la vertiente
amazónica, tras un paciente y entregado
trabajo como experto en la problemática de la selva, como intelectual y creador
orgánico de los pueblos amazónicos, el poeta y narrador Róger Rumrrill plantea
en Arte, postmodernidad y el realismo
mágico que:
“esta mirada al interior” de la
naturaleza humana por parte del shamanismo, sin duda la llave maestra del de la sabiduría y el conocimiento de la
cultura amazónica, nos revela y
nos propone que toda mirada interior sobre el ARTE, LA POSTMODERNIDAD Y EL REALISMO MAGICO EN LA LITERATURA AMAZONICA pasa por un análisis previo
y una reflexión comparativa entre el pensamiento
mágico indígena y el pensamiento occidental que nos aportan las claves más precisas de la comprensión del
arte amazónico. Por que la matriz del arte
y la cultura amazónicas antiguas, modernas y postmodernas se fundan y se reproducen en la cosmovisión indígena”[7]
Si hay un lugar
en el Perú donde los desafíos intelectuales de
toda esta corriente kikin se va
articulando en serios estudios es en la
escuela de Ethnopoética de San Marcos donde
Gonzalo Espino, Manuel Larrú, Mauro Mamani, Pablo Landeo, Yuli Tacas y
otros que han puesto especial énfasis en
estudiar las poéticas indígenas,
populares y originarias usando categorías quechuas. Anunciando algo similar en
la producción de los intelectuales de las naciones amazónicas que, junto con
aymaras y quechuas de Puno, Huancavelica y Apurimac, son la frontera intelectual más creativa e
interesante del momento[8]. Sin desmerecer, por supuesto la ebullente
infinidad de poéticas y prácticas en contrapunto del actual dinamismo cultural
en el Perú.
En el hemisferio
norte resaltan las nuevas lecturas de los intelectuales y sujetos migrantes trasandinos subvirtiendo
la diglosia desde los estudios culturales, la antropología, la lingüística y la
creación misma. Resalta también el
creciente interés por el quechua y las
lenguas originarias. Y por su poesía y sus poéticas. Aquí cabe señalar la ya mencionada antología
de poesía latinoamericana de Cecilia Vicuña
en donde se ponen en el mismo lugar canónico que Paz y Lezama Lima poemas
de Garcilazo, Wamán Poma, Gamaliel Churata,
de poetas mapuches y quiches, chayna
hinakuna. Pero también se presentan
ceramios, restos arqueológicos y
rituales como textos poéticos, al igual que en las Armas molidas. La misma poesía de Cecilia Vicuña explora la relación
de la palabra con los tejidos, y ve ceqes y quipus como poemas. Su obra es una
extensa y profunda reflexión y puesta en
escena de una poesía muy actual que viene de muy antes.
Además, cada performance de Cecilia es un acto ritual. La
lectura los textos y de la
introducción a esa antología – donde se
usa la dualidad y complementariedad como criterios ordenadores- es
imprescindible. Es también de urgencia el diálogo con los creadores y pensadores nativo
americanos un poco al margen del activismo
en torno las Naciones Unidas y el canibalismo cultural de las
financieras del norte.
Todos estos desafíos
hacen repensar muchas cosas. Que si bien
no es posible hacer una teoría del arte a partir de los topónimos de
Yucay, sí es posible ver en sus nombres
un poema abierto, un juego permutacional de imágenes que se actualizan en diversa lecturas. Un modelo
cognitivo y poético como lo había previsto Juan Ramírez en los poemas que se
pueden escribir de diversos modos en Vida
Perpetua. Es posible, y liberador pensar que la diglosia es remontable, y que un diálogo en igualdad
de las partes puede ayudar en bregar más humanamente con la terrible y violenta superficialidad de la explotación,
el racismo, el capital y la jerarquía.
Hablando de Uchpa Juan Zevallos anota que a algunos nos gusta
lo más tradicional y lo más de vanguardia.
Que lo originario y profundo es también fuente de la vanguardia es cierto desde
los trazos de Caral, de la maloca como
metáfora del mundo, el puma como el Cusco, los nombres de los andenes y la
escritura de Wamán Poma y Pachacuti Yanqui. Algo de eso habría
estado buscando Ginsberg al pasar por Lima en busca del Ayahuasca? Y más radical todavía, la
poeta beatnick Jaminne Pommy Vega, pasando un año de reclusión en Taquile? Qué necesidad llevó al cubismo a
aprender chawa chawa de las máscaras africanas y al parcial arequipeño Gaugin a
Tahiti? En un delirio que nunca termina he tratado de responder el porque
de la vanguardia literaria en
Puno, sobre todo en Carlos Oquendo y Amat y sus
poemas espaciales. Habrá tenido
algo que ver en ello el desplazamiento de los topónimos –como en una página,
pero no en blanco- de su natal Puno? No
lo sé. Tampoco sé porque hemos perdido
recientemente al poeta Ricardo Quesada que andaba entre el Blue Moon de
Kentucky, el Desasakato y los apus de Jauja. Y antes al querido amigo y hermano Juan
Ramírez Ruiz que acariciaba el mundo
caminando en la carretera de Virú. Los
modelos cognitivos y poéticos son sólo herramientas y no cubren todos los
abismos de la condición humana. Pero tal vez pueda responder a tantas dudas cuando algún día siga con el viejo texto sobre la poética del espacio en
Yucay.
Kearny, 13 de octubre, 2011
Bleecker
Street, 22 de junio, 2012
[1] Vaya el
agradecimiento a Julio Noriega y J. Carlos Olazabal por su paciente lectura corrección de este texto.
[2] A los que se
suman incontables hermanas y hermanas
de tantos lugares por donjde ha pasado
este yanqa purikuq.
[3] La laguna de Yanaqocha tiene
el mismo haz simbólico de Waranqayoq Qocha de Ancash estudiada por José Reynaldo
Oviedo.
[4] Como se ve en la serie La Nueva Crónica del Perú editada por Santiago Forns , y en Continuidad
actual de los dibujos del Manuscrito “la Nueva Corónica y Buen Gobierno” de Felipe Guaman Poma de Ayala
, entrega inédita de Christian Jaime Lazo con fotografías actuales que parecen
imágenes de Waman Poma.
[5] Una aproximación
a los motivos metafóricos de la poesía quechua ( y andina) se encuentra en
el pionero y valioso libro de Julio
Noriega: Escritura Quechua en el Perú. Facultad
de Letras UNMSM. 2011
[6] Se pueden ver varios
estudios sobre Las Armas Molidas en el libro virtual Ancash444:
aproximaciones a Juan Ramírez Ruiz.
[7] Róger Rumrrill: Amazonia Peruana: la ultima renta
estratégica del Perú en el siglo XXI o la tierra prometida. Lima 2008. pp 132-147
[8] En el Perú, vale recalcar el trabajo teórico de Javier Lajo a
partir de la dualidad. En
Colombia, Osvaldo Granda Paz, trabaja el
sugerente artículo: Dualidad andina y
carnaval: de la creacion oral a lo artístico. En: Comunicación desde la periferia: tradiciones orales frente a la
globalizacion. Luz María Lepe
y Ovaldo Granda Editores. 2006 Anthropos.