La Evolucion Politico-Constitucional del Peru



LA EVOLUCION POLITICO CONSTITUCIONAL DEL PERU 1976-2005

The political-constitutional evolution of Peru 1976-2005.


Domingo García Belaunde2
Profesor Principal,
Pontificia Universidad Católica del Perú
estudio@flores-araoz.com)
Francisco José Eguiguren Praeli3
Profesor Principal,
Pontificia Universidad Católica del Perú
feguigu@pucp.edu.pe)



1 Artículo presentado el 26 de septiembre de 2008, aprobado el 15 de octubre de 2008.
2 Profesor Principal del Departamento Académico de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Secretario General Ejecutivo del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional. Ex Presidente de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional y actual Presidente Honorario de la misma.
3 Coordinador de la Maestría en Derecho Constitucional de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor Principal y Coordinador del Área de Derecho Constitucional de la PUCP. Presidente de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional. Miembro de la Sección Peruana del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional.


RESUMEN:

Autores relatan y analizan el desenvolvimiento del proceso político, el régimen constitucional y la democracia en el Perú durante el período 1976-2005. También realizan una evaluación crítica de la vigencia de las instituciones políticas y constitucionales en dicho lapso. Para ello, el trabajo se ocupa de los regímenes democráticos y de facto imperantes en el período, de los principales acontecimientos políticos producidos, y de las Constituciones de 1979 y de 1993, analizando el proceso constituyente y los principales contenidos de las mismas en materia de derechos fundamentales, régimen económico, regulación del régimen presidencial, relaciones entre gobierno y parlamento, sistema judicial y jurisdicción constitucional.

PALABRAS CLAVE:
Constituciones peruanas de 1979 y 1993; proceso político en el Perú; vigencia de instituciones democráticas en el Perú; sistema de jurisdicción constitucional.

INTRODUCCIÓN


En el Perú, las instituciones democráticas y el régimen constitucional han tenido, y aún tienen, una vigencia más formal que real, no obstante estar recogidas en los textos constitucionales y en los discursos políticos. Uno de los aspectos donde más se ha manifestado esta debilidad institucional, ha sido la crisis de gobernabilidad y la instauración de regímenes dictatoriales por efecto de golpes militares, que caracterizaron al país durante las décadas previas al período objeto de análisis en este trabajo.

Es así que casi todos los gobiernos democráticamente elegidos desde 1930 hasta 1968, no lograron completar su período y fueron derrocados por un golpe militar. La constante fue que cuando un gobierno carecía de mayoría parlamentaria propia, los enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Congreso llevaron a la crisis política y a la ingobernabilidad, sirviendo como “fundamento” para la ruptura del orden constitucional y la instauración de un régimen de facto encabezado por algún militar.

Una situación similar existía cuando el 3 de octubre de 1968 se produjo el golpe de Estado, encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, contra el gobierno de Fernando Belaunde, que debía culminar su mandato en julio de 1969. Muchas de las propuestas reformistas del gobierno de Belaunde (Alianza Acción Popular-Democracia Cristiana) fueron bloqueadas en el Congreso dominado por la coalición conservadora formada por el partido del general Odría (ex Presidente 1948-50 de facto, y 1950-56 en dudosas elecciones) y el APRA. El Parlamento interpeló y censuró reiteradamente a los ministros, creando un clima de inestabilidad política que deterioró severamente al régimen. Ello favoreció el golpe militar del general Velasco.

El Perú fue gobernado por el régimen militar entre 1968-80; la denominada “primera fase” a cargo del general Velasco y la “segunda fase” (1976-80) a cargo del general Francisco Morales-Bermúdez. Pero este régimen militar tuvo algunas particularidades y diferencias respecto a experiencias anteriores. El denominado “Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada”, adoptó una propuesta política de orientación nacionalista y “antioligárquica”, autodefinida como “ni capitalista ni comunista”; con una actuación autoritaria de concentración del poder, manejo vertical, intolerancia política y cuestionamiento a los partidos políticos “tradicionales”. Este gobierno modificó significativamente el rol político y económico tradicionales del Estado, a la par que emprendió distintas reformas sociales. Así, se realizó la reforma agraria, expropiando los grandes complejos agro-industriales de la costa y latifundios de la sierra, a la par de imponer serios límites a la mediana y pequeña propiedad privada rural. Se nacionalizaron las principales actividades económicas de exportación, como la gran minería, el petróleo y la pesca; servicios públicos como la electricidad, la telefonía, etc.

Se crearon las Comunidades Laborales, en la industria, minería, pesquería, etc.; como instancia de participación de los trabajadores en la propiedad, gestión y utilidades de las empresas. En el año 1974 se estatizaron todos los diarios de circulación nacional y se tomó el control de la televisión, atentando contra el pluralismo político y el ejercicio de la libertad de expresión e información. La presencia del Estado creció sustancialmente en la economía, tanto como dueño de empresas en áreas y sectores relevantes como mediante una fuerte intervención en el desenvolvimiento de la actividad económica y empresarial. Todo lo cual tuvo un desarrollo peculiar en los años posteriores hasta ser seriamente cuestionado o replanteado.

1. EL PROCESO POLÍTICO 1976-80: LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE, LA CONSTITUCIÓN DE 1979, Y EL CAMINO DE RETORNO HACIA UN GOBIERNO DEMOCRÁTICO
1.1. Los cambios en el gobierno militar, la crisis política y la convocatoria a una Asamblea Constituyente.

En 1976 se produjeron cambios políticos importantes en la conducción del régimen militar, buscando afianzar la participación “institucional” de las Fuerzas Armadas.

El relevo del general Velasco y la designación del general Morales-Bermúdez como Presidente, supuso también la separación del gobierno de los sectores más radicales, la intención de corregir el liderazgo personalista y de “moderar” la imagen política del régimen. Sin embargo, no hubo mayor modificación en el ámbito económico ni en el rol del Estado en la economía o el control de la prensa y el cuestionamiento al movimiento sindical.

El agotamiento político del modelo gubernamental, su aislamiento social por falta de respaldo en los sectores empresariales, populares y sindicales, se vio agudizado por la aparición de una crisis económica e inflación, que alentaron las movilizaciones y reclamos populares. En el año 1977 se produjeron dos importantes paros nacionales de protesta social, acelerando la salida del gobierno militar y la convocatoria a elecciones.

La represión gubernamental fue intensa, con la detención y deportación de dirigentes políticos opositores, el despido masivo de dirigentes sindicales, la clausura de revistas opositoras y deportación de sus directores y principales periodistas (que eran entonces los únicos medios libres que estaban fuera del control gubernamental). Pero ello no pudo reducir el impacto político de estos movimientos de protesta, que colocaron al gobierno “entre la espada y la pared”, forzado a emprender el camino de salida.
El gobierno militar manifestó que no se retiraría inmediatamente, pero sí puso fecha a su salida, difundiendo un cronograma de “transferencia del poder” que concluiría con la elección democrática de un gobierno en 1980, que asumiría sus funciones el 28 de julio de ese año. Previamente, se convocaría a una Asamblea Constituyente, encargada exclusivamente de elaborar una nueva Constitución, que debería, según la propuesta gubernamental, “constitucionalizar e institucionalizar las reformas estructurales realizadas por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada”.

Las elecciones para la Asamblea Constituyente sirvieron para que se expresara el nuevo rostro político del país, después de muchos años sin elecciones. Si bien se permitió ciertos espacios para la campaña política en los medios masivos de comunicación, no faltaron la persecución, detención y deportación de algunos candidatos radicales de izquierda o disidentes del régimen militar. Solo se abstuvieron de participar en la constituyente Acción Popular, del Presidente Belaunde, y el partido maoísta Patria Roja; que reclamaban elecciones generales inmediatas. La referencia es importante, pues posteriormente Belaunde sería electo Presidente de la República en 1980, como clara expresión de rechazo al gobierno militar que lo derrocó doce años atrás, y una escisión de Patria Roja daría lugar al “Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso”, que emprendería la acción armada simbólicamente en el acto electoral constituyente, y extendería significativamente su accionar subversivo y terrorista en los años siguientes, tras la instalación de los nuevos gobiernos elegidos democráticamente.

Algunos aspectos importantes de la Asamblea Constituyente, que funcionó entre 1978-79, deben ser mencionados. Su composición política fue muy amplia y pluralista, especialmente por la presencia de movimientos comprendidos entre los distintos espectros desde la derecha a la izquierda. El hecho de que el gobierno militar no contara con la presencia de ningún partido propio en la Asamblea, le quitó posibilidad de control sobre el trabajo constituyente y el contenido de la futura Constitución.
Ninguna fuerza política obtuvo mayoría absoluta, lo que obligó a establecer acuerdos para aprobar cualquier artículo del texto constitucional. Así, el APRA obtuvo el 37% de representantes, el Partido Popular Cristiano alcanzó un 27% y un conjunto de distintas agrupaciones de izquierda, principalmente marxistas, superaron el 30% de miembros la Asamblea. Para poder aprobar la nueva Constitución en el plazo establecido, condición impuesta por el régimen militar para proseguir con el cronograma de transferencia y abandono del poder, la Asamblea debió llegar a acuerdos entre los distintos bloques políticos, de manera indistinta según la naturaleza específica del tema, para ir aprobando los artículos del texto constitucional y éste en su conjunto.

1.2. La Constitución de 1979 y su contenido.

La ausencia de una mayoría partidaria que controlara la Asamblea Constituyente y pudiera por sí sola imponer la nueva Constitución, determinó la necesidad de establecer acuerdos y otorgar ciertas concesiones e influyó positivamente en el carácter progresista y plural de la Constitución de 1979, lo que fue gravitante para su ulterior aceptación y relativo consenso político. Prueba de ello es que incluso el Partido Acción Popular de Belaunde, que no participó en el proceso constituyente, gobernó el país a partir de 1980 con dicha Constitución, la que reconoció expresamente sin formularle objeción ni introducirle reforma alguna.

La Constitución de 1979, aprobada por la Asamblea Constituyente y puesta en vigencia a partir del 28 de julio de 1980, a la salida del gobierno militar y el inicio del régimen democrático encabezado por Fernando Belaunde, se inscribió en una orientación política identificada con el Estado Social de Derecho. Como tal, recogió un amplio catálogo de derechos constitucionales, comprendiendo los derechos civiles y políticos, así como los económicos, sociales y culturales. Otorgó rango constitucional a las normas de tratados internacionales sobre Derechos Humanos ratificados por el Perú, ratificando constitucionalmente la Convención Americana de Derechos Humanos y el sometimiento del Perú a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La aplicación de la pena de muerte se restringió exclusivamente al delito de traición a la patria en caso de guerra exterior, asunto que tendría especial incidencia y debate en los años siguientes y hasta la actualidad, en especial por las implicancias del Pacto de San José que impide extenderla a nuevos delitos.

También se introdujo la Acción de Amparo, al lado de la ya existente de Habeas Corpus, adquiriendo ambas estatus constitucional; se estableció por primera vez la acción de inconstitucionalidad y el Tribunal de Garantías Constitucionales, para contribuir al mayor control y defensa de los derechos y de la supremacía constitucional.

Frente a la experiencia reciente, y entonces aún vigente, del control estatal de los medios de comunicación social, se otorgó un tratamiento amplio y protectivo de la libertad de expresión y prensa, así como prohibió el monopolio estatal en este campo.

Fue la primera Constitución peruana en establecer un específico y extenso Título dedicado al Régimen Económico, basado en los principios de una economía social de mercado, el pluralismo económico (con la coexistencia de diversas formas de propiedad –privada, estatal, comunal y social– y de organización empresarial); el sometimiento del ejercicio de la propiedad al interés social; la vigencia de la libertad de empresa, comercio e industria; y la posibilidad del Estado de intervenir temporalmente la actividad económica en caso de crisis o emergencia.

Si bien el gobierno militar no pudo ni tuvo mayor intervención en la elaboración y determinación del contenido de la Constitución de 1979, por lo que ésta no satisfizo la declaración gubernamental de que ella “constitucionalizaría las reformas realizadas”, las fuerzas políticas presentes en la Asamblea tampoco pudieron desconocer muchos de los cambios producidos en el país en los ámbitos político, económico y social. La presencia importante de sectores democráticos y progresistas en el cuerpo constituyente, permitió esta preocupación por “lo social”.


1.2.1. El régimen político y la opción por el fortalecimiento de las atribuciones del Presidente y del Poder Ejecutivo.


A diferencia de la Constitución de 1933, que tras la experiencia de un régimen autoritario de 11 años introdujo mayores instituciones de tipo parlamentario para debilitar y controlar el poder del Presidente de la República, la Constitución de 1979 optó resueltamente por fortalecer al Poder Ejecutivo y el Presidente. Para ello fue decisiva la evaluación desfavorable hecha por los constituyentes de la experiencia vivida bajo la Constitución de 1933, que permitió que ningún gobierno democráticamente elegido lograra concluir su mandato entre 1933 y 1968.

En dicha experiencia, se habían hecho evidentes los riesgos para la gobernabilidad que se generaban cuando, en un régimen presidencial como el peruano, al que se han incorporado diversas instituciones típicas de regímenes parlamentarios, el gobierno enfrenta a un parlamento dominado por una mayoría opositora. Ello sucedió con los gobiernos de José Luis Bustamante y Rivero (1945-48) y de Fernando Belaunde Terry (1963-68), donde se produjeron agudos conflictos e inestabilidad política, debido al bloqueo a propuestas legislativas gubernamentales, la aprobación en el parlamento de leyes objetadas por el Ejecutivo, reiteradas interpelaciones o censuras al gabinete o a ministros, etc.; generando una crisis política, que finalmente tuvo como desenlace un golpe militar.

Este fortalecimiento de la posición y atribuciones del Presidente de la República y del Poder Ejecutivo, se logró tanto mediante el reconocimiento constitucional de algunas nuevas potestades al Presidente, como a través del recorte de ciertas atribuciones que la Carta de 1933 confería al Congreso. Entre las principales características y novedades de la Constitución de 1979 en esta materia, cabe señalar:

a) Se incrementó el número de votos exigido para la elección popular del Presidente de la República, requiriendo obtener “más de la mitad de los votos válidamente emitidos”, a diferencia de la Carta de 1933 que sólo exigía una votación superior al tercio de los votos válidos. Si ninguno de los candidatos obtenía en primera instancia dicha votación, se procedería a una “segunda vuelta” entre los dos candidatos con las votaciones más altas; abandonando la fórmula que preveía que cuando ningún candidato obtenía el número de votos requerido, correspondería al Congreso la elección del Presidente entre los dos candidatos más votados. La duración del mandato presidencial se estableció en cinco años (anteriormente era de seis) sin reelección inmediata hasta luego de transcurrido un período presidencial.

b) Durante su mandato, el Presidente sólo podía ser objeto de acusación constitucional ante el Congreso por haber incurrido en traición a la patria, por impedir las elecciones, el funcionamiento del Jurado Nacional de Elecciones o del Tribunal de Garantías Constitucionales, o por disolver el Congreso fuera del supuesto previsto en la Constitución.

Esta enumeración taxativa y muy restringida, que contribuye a brindar excesiva protección al Presidente frente a sus eventuales excesos y abusos, ya estaba prevista en la Carta de 1933 y buscaba contribuir a la continuidad en el ejercicio de la función presidencial. Así, quedan excluidos muchos delitos graves (sean de función o comunes) y otras infracciones de la Constitución en que podría verse incurso el Presidente, que no obstante su gravedad penal, política o moral, impedirían la procedencia del antejuicio parlamentario y su eventual destitución durante la vigencia del mandato presidencial.

c) El Presidente de la República mantiene unidas las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno; se precisa la nulidad de los actos presidenciales que no cuenten con refrendo ministerial, como una forma de control intraorgánico en el Poder Ejecutivo y de fundamento para que el Presidente no sea políticamente responsable ante el parlamento.

En cambio, los ministros resultan individualmente responsables por sus propios actos o por los actos presidenciales que refrendan; asimismo, todos los ministros son solidariamente responsables por los actos delictuosos o infractorios de la Constitución o las leyes en que incurra el Presidente de la República o que se acuerden en el Consejo de Ministros, aunque salven su voto, a no ser que renuncien al cargo inmediatamente. Los ministros reunidos conforman el Consejo de Ministros, a cuya cabeza existe un Presidente del Consejo. Corresponde al Presidente de la República nombrar y remover al Presidente del Consejo; también el Presidente nombra y remueve a los demás ministros, a propuesta y con el acuerdo del Presidente del Consejo, respectivamente. Los ministros no pueden ejercer ninguna otra función pública, excepto la de congresista.

d) Aunque se mantiene la estructura bicameral del Congreso, se introdujeron algunos
cambios que repartieron ciertas competencias y atribuciones parlamentarias entre la Cámara de Diputados y el Senado. Así, las potestades de interpelar, censurar o extender confianza a los ministros se reservan exclusivamente a la Cámara de Diputados, corrigiendo la innecesaria duplicación que establecía la Carta de 1933 que conferiría esta facultad a ambas cámaras. Ello fortaleció la posición del Consejo de Ministros y los ministros frente al parlamento, situación que se complementó con el incremento introducido en el número de votos requeridos para que procedan la interpelación o la censura. La interpelación podía solicitarla al menos el 15% del número legal de diputados, procediendo únicamente si era admitida por no menos de un tercio del número de representantes hábiles, cifra que limitaba ostensiblemente la capacidad de control y fiscalización política de las minorías parlamentarias. En cambio, la censura debía formularla no menos de 25% del número legal de diputados y su aprobación quedaba sujeta al voto favorable de más de la mitad del número legal de éstos. El ministro o los ministros contra quienes se aprueba un voto de censura tenían que renunciar, estando obligado el Presidente de la República a aceptar esta dimisión; similar es la consecuencia cuando el ministro solicitaba, por propia iniciativa, un voto de confianza y no lo obtenía. Esta Constitución dispone que la censura se debata y vote por lo menos tres días después de su presentación, precepto que no existía en la Carta de 1933, que permitía su debate y votación inmediata.

e) El Senado, además de poder invitar a los ministros para rendir informe, ejercía una importante función de control, al quedar sujeta a su ratificación los nombramientos hechos por el Poder Ejecutivo de los magistrados de la Corte Suprema, del Presidente del Banco Central de Reserva, de los embajadores, así como los ascensos a general y grados equivalentes de los altos oficiales de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. También correspondía al Senado designar al Contralor General, a propuesta del Presidente de la República, y a tres de los siete miembros del Directorio del Banco Central de Reserva.

f) Se otorgó al Presidente de la República la facultad de disolver la Cámara de Diputados, siempre que ésta haya censurado o negado confianza a tres consejos de ministros. Esta potestad presidencial solo podía ejercerla una vez durante su mandato, sin admitirse en el último año de éste, lapso en el que la Cámara sólo podrá aprobar una censura ministerial mediante el voto favorable de dos tercios del número legal de diputados. El decreto presidencial de disolución de la Cámara de Diputados conllevaba la obligación de convocatoria a elecciones para ésta y su realización en el plazo perentorio de treinta días. Si no se producían, la cámara disuelta recobraba sus funciones y quedaba cesado el Consejo de Ministros, sin que sus miembros pudieran volver a ocupar un cargo ministerial durante el resto del mandato presidencial.

g) En el campo de la función legislativa, dentro de la orientación hacia el fortalecimiento del Poder Ejecutivo, se introdujo la posibilidad de que el Congreso pueda delegarle facultades legislativas para que dicte decretos con fuerza de ley en las materias y por el plazo expresamente delimitado en la ley de delegación. Asimismo se reconoció al Ejecutivo potestad para dictar medidas extraordinarias en materia económica y financiera, con cargo de dar cuenta al Congreso. Esta última atribución, profusa e injustificadamente utilizada durante el período 1980-92, evolucionó por obra de su uso y de la interpretación predominante hasta ser asumida como una modalidad –ciertamente muy imperfecta en su regulación– de los denominados “decretos de necesidad y urgencia”. Otro aspecto importante fue la consagración constitucional de la potestad del Presidente de formular observaciones a los proyectos de ley aprobados por el Congreso, mediante una suerte de “veto suspensivo”.

h) La Constitución de 1979 innovó también en materia de la aprobación de la ley anual del Presupuesto del Sector Público, disponiendo que el proyecto debía ser elaborado por el Poder Ejecutivo (y no por el Congreso, como normaba la Carta de 1933)
remitiéndolo para su estudio, debate y aprobación por el Congreso en tiempo oportuno.

Si el proyecto de ley no era votado y aprobado antes del 15 de diciembre, entraba en vigencia la propuesta que elaboró el Poder Ejecutivo. Los parlamentarios y el propio Congreso quedaban privados de iniciativa para generar o aprobar gasto público.

En definitiva, la Constitución de 1979 fortaleció las atribuciones del Presidente de la República y del Poder Ejecutivo. Pero no por ello abandonó el carácter “híbrido” del modelo presidencial imperante en nuestra tradición constitucional, que en alguna oportunidad hemos calificado como presidencialismo atenuado, acotado o frenado.

Sucedió que las relaciones entre gobierno y parlamento sufrieron un cambio significativo de orientación con respecto a la Carta de 1933, inclinando esta vez la balanza hacia el fortalecimiento de las atribuciones del Poder Ejecutivo, sin que ello implicara la supresión (aunque sí su disminución cuantitativa y cualitativa) de mecanismos de control parlamentario ajenos al régimen presidencial típico.

1.2.2. El Poder Judicial, el nuevo Tribunal de Garantías Constitucionales y la creación de un sistema de jurisdicción constitucional.

1.2.2.1. Del control judicial de constitucionalidad a un sistema “dual” de jurisdicción constitucional. En el Perú, el control judicial de la constitucionalidad de las leyes o judicial review, que conlleva la inaplicación al caso de la norma declarada inconstitucional, recién llegó a plasmarse en el artículo XXII del Título Preliminar del Código Civil de 1936, norma que señalaba: “Cuando hay incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal se prefiere a la primera”. La posterior Ley Orgánica del Poder Judicial de 1963 vino a regular el procedimiento para efectuar este control. En cambio, la Constitución de 1933 sí había contemplado en su artículo 133º la Acción Popular para impugnar ante el Poder Judicial los reglamentos, decretos y resoluciones de carácter general dictados por el Poder Ejecutivo que contravengan la Constitución o la ley. Puede decirse, en verdad, que de poco sirvieron ambas normas para que se desarrollara en el país un efectivo control judicial de la constitucionalidad de las leyes y de la sujeción de las normas dictadas por el Poder Ejecutivo a la Constitución y al principio de legalidad. Ello solo fue posible a partir de 1963, cuando ambas instituciones fueron reglamentadas y empezaron a aplicarse, si bien en forma pausada y sobre todo tímida, debido a diversas circunstancias que sería largo enumerar (falta de cultura constitucional, judicatura poco o nada sensible a tal tipo de controles, ambiente
político desfavorable, etc.).

Puede decirse que la instauración de un sistema de jurisdicción constitucional en el Perú, en forma más completa y con ribetes definidos, recién se produjo con la Constitución de 1979.4 El esquema adoptado recibió la influencia de la Constitución española de 1978 así como de su modelo de control concentrado, como lo revelan la incorporación de un Tribunal de Garantías Constitucionales (en emulación a su homólogo de la Segunda República Española), el establecimiento de la acción de inconstitucionalidad el concepto de derechos fundamentales.

Pero la configuración de la jurisdicción constitucional en el Perú tiene también características peculiares, debido a que sus componentes suponen una yuxtaposición de elementos tomados de los “modelos clásicos”, dando como resultado un sistema incluso diferente respecto a otros ordenamientos latinoamericanos que han seguido. 4 Si bien el denominado recurso de Habeas Corpus se remonta a una ley de 1897, regulado posteriormente en el Código de Procedimientos Penales, y la prevalencia de la Constitución sobre la norma legal se estableció en el Título Preliminar del Código Civil de 1936, su sola existencia no basta para hablar de una jurisdicción constitucional; por lo demás, su aplicación concreta distó mucho de ser significativa y, menos aún, eficaz. Cf. GARCÍA BELAUNDE, Domingo (1979): El Habeas Corpus en el Perú (Lima, UNMSM).

Asimismo, EGUIGUREN PRAELI, Francisco (1991): El Tribunal de Garantías Constitucionales: las limitaciones del modelo y las decepciones de la realidad, en “Lecturas sobre temas constitucionales” N° 7 (Lima, Comisión Andina de Juristas), pp. 17 a 59. procesos de “mestizaje” entre dos modelos supuestamente contrapuestos como los denominados “difuso” o “americano” y “concentrado” o “europeo”. Ya Brewer-Carías precisaba que la tendencia predominante en América Latina hasido la evolución hacia el establecimiento de un “sistema mixto”, agregando posteriormente al control difuso el sistema concentrado radicado, en unos casos, en la Corte Suprema o, en otros, en tribunales constitucionales; funcionando ambos simultáneamente, o adoptando –en el caso de algunos países– desde el principio dicho modelo mixto.5 Sin embargo, como precisa uno de los autores, puede hacerse una distinción al interior de estos modelos “derivados”, diferenciando al modelo “mixto” de otro que se puede denominar “dual o paralelo”, que correspondería al sistema de jurisdicción constitucional vigente en el Perú. Si bien ambos surgen por la incorporación de elementos del modelo concentrado o europeo en países que ya tenían adoptado (y mantienen) el sistema americano o difuso, el sistema mixto se genera cuando se produce una mezcla de elementos constitutivos de los dos modelos clásicos, que dan lugar a un “tercero” que no es lo que son los dos anteriores pero tampoco algo enteramente autóctono y original. “En cambio, el modelo dual o paralelo es aquel que existe cuando en un mismo país, en un mismo ordenamiento jurídico, coexisten el modelo americano y el modelo europeo, pero sin mezclarse, deformarse ni desnaturalizarse. Y esto, que no es frecuente, tiene su partida de nacimiento en la Constitución Peruana de 1979”.6 Conforme ha sostenido otro de los autores,7 el establecimiento de un sistema de jurisdicción constitucional de tipo “dual o mixto” en el Perú, antes que ser producto de un diseño teórico, se explica más bien como resultado de la incidencia de factores históricos concretos, de tipo político y jurídico, que determinaron, con ocasión de la Constitución de 1979, la incorporación parcial de elementos propios del “modelo concentrado” en un ordenamiento donde inicialmente se había acogido el sistema de “control judicial difuso”, sin sustituirlo o dejado de lado. Consideramos que ello sucedió tanto por las vacilaciones y el relativo desconocimiento técnico de los constituyentes y el parlamento respecto a la estructuración del sistema de jurisdicción constitucional, como por la clara reticencia del Poder Judicial a ver disminuidas su posición o atribuciones, en especial por la incorporación de un Tribunal Constitucional.

1.2.2.2. Lo dispuesto por la Constitución de 1979. Un problema acentuado en la experiencia peruana, fue la falta de autonomía institucional del Poder Judicial y de independencia de los jueces y magistrados. Esta subordinación al poder político se vio 5 Cf. BREWER-CARÍAS, Allan (1997): La Justicia Constitucional en América Latina; en el colectivo “La Justicia Constitucional en Iberoamérica”. GARCÍA BELAUNDE, Domingo y FERNÁNDEZ SEGADO, Francisco (coordinadores); (Lima-Perú, Ediciones Jurídicas). (Caracas, Editorial Jurídica Venezolana) y (Montevideo-Uruguay, Edit. Jurídica E. Esteva); (Madrid-España, Dykinson), p. 123. 6 GARCÍA BELAUNDE, Domingo (1998): La jurisdicción constitucional y el modelo dual o paralelo; en “La justicia constitucional a finales del siglo XX”; Revista del Instituto de Ciencias Políticas y Derecho Constitucional, año VII, N° 6; (Huancayo-Perú, Palestra Editores), pp. 139 a 154. 7 Cf. EGUIGUREN PRAELI, Francisco (2000): Los Tribunales Constitucionales en Latinoamérica: una visión comparativa (Buenos Aires-Argentina, Fundación Konrad Adenauer - CIEDLA), en especial pp. 66 y 67. favorecida por el sistema de nombramiento y promoción de los magistrados judiciales, que estaba a cargo del Presidente de la República y el Poder Ejecutivo, primando generalmente para la designación criterios de tipo político-partidario o de relaciones personales.

La Constitución de 1979,
en su artículo 245°, dispuso que el nombramiento de los magistrados judiciales sería realizado por el Presidente de la República a propuesta del Consejo Nacional de la Magistratura; en el caso de magistrados de la Corte Suprema, su nombramiento requería de la ratificación del Senado. De este modo, aunque se mantenía el sistema político de nombramientos judiciales, la incorporación del nuevo Consejo Nacional de la Magistratura introducía un filtro previo para la formulación de la propuesta de candidatos para un cargo. Este Consejo estaba integrado por siete miembros, bajo la presidencia del Fiscal de la Nación; sus miembros eran elegidos, respectivamente, por la Corte Suprema, los colegios de abogados y las facultades de Derecho del país. Si bien la investigación de la conducta funcional y sanción disciplinaria de los magistrados judiciales correspondía a la Corte Suprema, la Carta dispuso que el Consejo Nacional de la Magistratura recibiría y calificaría las denuncias formuladas contra magistrados de la Corte Suprema, remitiéndolas al Fiscal de la Nación, en caso de presunción de delito, o a la propia Corte Suprema para sanciones disciplinarias.

Esta Constitución instituyó al Ministerio Público como órgano autónomo, que se escindió del Poder Judicial, presidido por el Fiscal de la Nación. Se le asignaba como competencias y funciones: la titularidad de la acción penal, la participación y vigilancia en la investigación del delito desde la etapa policial; la defensa en juicio de la sociedad y la defensa de la legalidad; actuar como defensor del pueblo; emitir dictamen previo en las resoluciones de la Corte Suprema. Los fiscales supremos los designaba el Presidente de la República, requiriendo la ratificación del Senado; se turnaban cada dos años en el ejercicio del cargo de Fiscal de la Nación. Merece destacarse el reconocimiento, en el artículo 233° de la Constitución, de las “garantías de la administración de justicia”, un listado amplio de figuras referidas a la protección de la independencia judicial, la protección del debido proceso y diversos derechos de los justiciables.

Un aspecto fundamental de la Constitución de 1979 fue, como ya dijimos, la instauración de un nuevo sistema de jurisdicción constitucional, cuyos rasgos principales fueron:

a) Se amplió las llamadas “Garantías Constitucionales”, sumando a las ya existentes (habeas corpus y acción popular) la acción de amparo, para la defensa de los demás derechos constitucionales distintos a la libertad personal, y la acción de inconstitucionalidad, contra las leyes y normas de rango legal que vulneren la Constitución.

b) Se estableció el Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC), con competencia para conocer, en casación y con reenvío, de las acciones de habeas corpus y amparo desestimados en el Poder Judicial, así como –en forma directa y exclusiva– de la acción de inconstitucionalidad.

El Poder Judicial tenía a su cargo el conocimiento inicial de las acciones de habeas corpus y amparo; así como la competencia exclusiva para la acción popular, proceso que se iniciaba ante la Corte Superior y concluía en la Corte Suprema.

d) Se consagraba constitucionalmente, por primera vez, que cualquier juez, en todo tipo de procesos, debía preferir la Constitución e inaplicar las normas contrarias a ésta (“control difuso”); observándose el procedimiento establecido en la Ley Orgánica del Poder Judicial, que debía concluir necesariamente con una decisión de la Corte Suprema, cuyos efectos sólo alcanzaban al caso concreto, inaplicando pero sin derogar la norma declarada inconstitucional.

Conforme acertadamente señala Samuel Abad, la Carta de 1979 estableció un modelo peculiar de jurisdicción constitucional, la que era ejercida simultáneamente por el Poder Judicial (en sus diversas instancias) y por el Tribunal de Garantías Constitucionales:

“En algunos casos compartían determinadas competencias en un mismo proceso, tal como sucedía en el habeas corpus y el amparo, ya que el Poder Judicial actuaba como instancia y el TGC en casación. En otros, lo ejercían de modo exclusivo (por separado), v.g. la acción popular tramitada ante el Poder Judicial, y la acción de inconstitucionalidad ante el TGC”.8 A ello debemos agregar el control difuso de la constitucionalidad ejercido por el Poder Judicial. Por cualquier juez en cualquier proceso, sin que la decisión final de la Corte Suprema pasara a conocimiento y revisión del TGC ni estableciera ningún vínculo o contacto con éste.

1.3. El retiro del gobierno militar y la elección democrática de un nuevo gobierno.

El gobierno militar había establecido, en su “cronograma de transferencia del poder”, que concluida la elaboración de la nueva Constitución por la Asamblea Constituyente, ésta cesaría en sus funciones; y que el texto aprobado entraría en vigencia recién el 28 de julio de 1980, al instalarse el gobierno electo democráticamente, tras las elecciones generales que convocaría. Y así sucedió. A pesar de que la Asamblea quiso que algunas partes de la Constitución de 1979 entraran en vigencia inmediatamente, el régimen militar no lo permitió.

Convocadas las elecciones para la Presidencia y el Congreso, reaparecieron en escena el conjunto de antiguos partidos, que habían tenido poca presencia y gravitación política durante el régimen militar y que aprovecharon la etapa constituyente para reorganizarse; también participaron en la campaña electoral los jóvenes partidos de izquierda, aunque de manera dispersa en varias agrupaciones, así como Acción Popular, el partido de Fernando Belaunde, precisamente a quien los militares dieron un golpe de Estado cuando presidía el país en 1968. El APRA, que se pensaba ganador 8 ABAD YUPANQUI, Samuel (1996): “La Jurisdicción Constitucional en el Perú: Antecedentes, balance y perspectivas”, en Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano (Fundación Konrad Adenauer, CIEDLA), p. 110.
de las elecciones en base al triunfo obtenido en la Asamblea Constituyente, participaría esta vez sin la presencia de su gran líder histórico Víctor Raúl Haya de la Torre, fallecido poco antes en agosto de 1979, y quien presidió inicialmente la Asamblea que elaboró y aprobó la Constitución de 1979. Quiso recuperar una postura política de corte social democrática y de centro izquierda, abandonando la actuación conservadora que cumplió al obstaculizar las reformas que se trataron de emprender durante el gobierno de Acción Popular en el período 1963-68. Pero el electorado respaldó a Fernando Belaunde, en buena medida por su gran habilidad política como candidato y por canalizar el arraigado sentimiento popular adverso al gobierno militar. Acción Popular ganó las elecciones y obtuvo mayoría propia en la Cámara de Diputados; en alianza con el Partido Popular Cristiano, logró la mayoría en el Senado, a cambio de participación en el gobierno con dos ministros en un gabinete de once. Los militares cumplieron con retirarse en la fecha señalada y entregar el mando al nuevo régimen. Había concluido el camino de regreso hacia la institucionalidad democrática, que iniciaría esta nueva etapa con una nueva Constitución, en un país que había cambiado bastante políticamente y en lo social.

2. EL PERÍODO 1980-1992: LA OPORTUNIDAD DESPERDICIADA
PARA FORTALECER LA INSTITUCIONALIDAD DEMOCRÁTICA
Durante el período 1980-1992, el Perú estuvo gobernado por los regímenes encabezados por los presidentes Fernando Belaunde Terry, del partido Acción Popular (1980- 85), Alan García Pérez, del APRA (1985-90), y Alberto Fujimori Fujimori, del movimiento Cambio 90 (1990-95). Por primera vez en muchas décadas, nuestro país tuvo tres gobiernos consecutivos democráticamente electos, en procesos inobjetables, que se sucedieron en el poder, lo que parecía insinuar un avance en el fortalecimiento de la institucionalidad constitucional y democrática. Sin embargo las cosas no fueron así, pues este período se interrumpió abrupta y sorpresivamente al producirse, el 5 de abril de 1992, el autogolpe de Estado de Fujimori, instaurando un gobierno autoritario y dictatorial con el soporte institucional de los altos mandos de las Fuerzas Armadas.

¿Qué fue lo que contribuyó a crear las condiciones políticas que culminaron con la ruptura del orden constitucional? La gestión de los gobiernos de Belaunde y García, si bien se desenvolvieron dentro del marco constitucional, fueron generando un progresivo
deterioro del régimen político, de los partidos y de la “clase política”. En el caso de Belaunde, tiene que destacarse como su primer acto importante la inmediata restitución de los diarios de circulación nacional y emisoras de televisión a sus propietarios pues, como se recordará, estos habían sido tomados por el gobierno militar y estatizados en los primeros años de la década del 70. Sin embargo, no hubo en ese régimen medidas políticas, sociales o económicas de relevancia; el gobierno de Acción Popular, en alianza con el Partido Popular Cristiano, no entendió que la realidad del Perú y las nuevas exigencias políticas eran distintas, ante la emergencia de nuevos sectores sociales y los cambios operados, para bien o para mal, tras el régimen militar.

Este régimen, al igual que el del APRA, con el apoyo de la Democracia Cristiana, contaron con mayoría parlamentaria en ambas Cámaras del Congreso, lo que les otorgó cierta estabilidad política formal y les permitía aprobar, sin demasiadas trabas, las leyes o medidas políticas que desearan, lo cual hace recaer en ellos, sin atenuantes, los errores y los aciertos de sus respectivas administraciones.

En 1985 se produjo, por primera vez, la llegada del APRA al poder mediante la elección popular; este partido, el de mayor organización e historia en el escenario político peruano del siglo XX, ahora estaba encabezado por Alan García, un joven y carismático líder. El electorado se orientaba hacia opciones reformistas, lo que explica el triunfo de la propuesta aprista y la significativa presencia parlamentaria de las agrupaciones de izquierda. El gobierno aprista quiso retomar sus antiguas banderas reformistas, al menos a nivel del discurso político, buscando García un cierto liderazgo latinoamericano en temas como la declaratoria de una moratoria unilateral en el pago de la deuda externa, lo que le generó fricciones y aislamiento respecto al sistema financiero internacional. Los primeros dos años del gobierno de Alan García estuvieron acompañados de significativa popularidad, favorecida por una política económica de control de precios y subsidios a productos de primera necesidad y servicios esenciales, así como por las expectativas de renovación generadas. Sin embargo, el régimen aprista decidió, el 28 de julio de 1987, emprender la estatización de la banca y el sistema financiero privado, medida que vino a polarizar a las fuerzas políticas y al país.

Como reacción a este intento de estatización de la banca, los gremios empresariales, algunos partidos y diversos sectores sociales empezaron a movilizarse como rechazo a la medida; en este contexto hace su aparición política el prestigioso novelista Mario Vargas Llosa, quien luego funda el movimiento Libertad con algunos intelectuales y políticos de ideología liberal. Para entonces, empezaron a evidenciarse las consecuencias de la política económica gubernamental, produciéndose la peor crisis económica que se recuerda en el siglo pasado, con una inflación galopante que llevó a la devaluación de la moneda en nueve dígitos, el incremento incesante de los precios, el desabastecimiento de productos básicos, el congelamiento y apropiación gubernamental de los depósitos en dólares que tenían los ahorristas privados en los bancos.

Los últimos años del gobierno de García estuvieron signados por la precariedad económica, el incremento de las protestas sociales, la descomposición del régimen político y la sensación de zozobra, todo ello en medio de una profunda corrupción en la gestión del Estado y los recursos públicos.

Un hecho político novedoso durante la década del 80, fue la significativa presencia y participación de las agrupaciones de la nueva izquierda en el ámbito electoral y en la composición del Congreso. Tras su intervención en la Asamblea Constituyente 1978-79, se mantuvieron dispersas en varios pequeños grupos y accedieron al Congreso a partir de 1980, cumpliendo el rol de fuerte oposición al gobierno. Progresivamente emprendieron un proceso de confluencia y agrupamiento, dando nacimiento a la denominada “Izquierda Unida”, frente político que se convirtió en la segunda fuerza del país en las elecciones de 1985 y que ganó la Alcaldía de la Municipalidad Metropolitana de Lima, la más importante del país, a mediados de dicha década, bajo la conducción de Alfonso Barrantes Lingán, prestigiado y carismático líder de vieja trayectoria. Durante el gobierno del APRA, los sectores parlamentarios de izquierda mantuvieron una postura crítica, actuando como oposición política aunque brindando también apoyo a ciertas medidas populistas concretas. No obstante, las disputas y ambiciones entre los líderes y organizaciones izquierdistas, llevaron muy pronto al deterioro interno del frente, que experimentó procesos de división y fragmentación que mermaron su respaldo popular.

En las elecciones de 1990, “la izquierda” volvió a presentarse dividida en varios grupos, todos los cuales recibieron escaso respaldo popular y sufrieron progresivamente una virtual desaparición del escenario político y parlamentario. Este “castigo” electoral puede explicarse como respuesta popular a su fraccionamiento, pero también por influencia de los cambios ideológicos internacionales tras la desaparición de la Unión Soviética, la caída de los regímenes socialistas europeos y las transformaciones que se empezaban a producir en China; sumados al desprestigio interno originado por el fracaso de las políticas populistas y medidas económicas adoptadas por el APRA, que descalificaban en ese momento las propuestas reformistas. Así, las organizaciones de izquierda fueron perdiendo significación en el escenario político nacional durante la década del 90, hasta su casi desaparición orgánica ulterior.

Pero el suceso político novedoso y de mayor gravedad en el escenario nacional en la década del 80 y principios del 90, fue la aparición e incremento del accionar subversivo y terrorista de grupos armados radicales: el Partido Comunista del Perú “Sendero Luminoso” (SL), de orientación maoísta, y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru - MRTA, de orientación marxista. Si bien Sendero realizó sus primeras acciones armadas con ocasión del proceso constituyente en el régimen militar, estas fueron esencialmente simbólicas y efectistas. En cambio, durante los gobiernos de Belaunde y García se extendió notoriamente su presencia y su actividad terrorista, empezando en Ayacucho y la sierra central del país para luego incursionar en otros departamentos e incluso en Lima. Durante este período fueron constantes la destrucción de locales públicos con explosivos y “coches-bomba”, los ataques armados a dependencias policiales; el asesinato de policías, militares, dirigentes de partidos, de organizaciones populares y de autoridades gubernamentales, y municipales; los “apagones” originados por la voladura con explosivos de torres de transmisión eléctrica, afectando las actividades y la vida normal en Lima y las principales ciudades.

A partir de 1983, Belaunde dispuso la participación directa de las Fuerzas Armadas en la conducción de la estrategia y lucha antisubversiva, ante el repliegue policial y retiro de la presencia estatal que se producía en diversas áreas del país debido a los actos terroristas y a la violencia subversiva. Desde el inicio, las fuerzas militares aplicaron una estrategia basada en ejecuciones extrajudiciales de subversivos, de presuntos simpatizantes y de población campesina, como respuesta al accionar de SL, produciéndose miles de muertos y desaparecidos entre los sectores más pobres del país. No existía mayor intención en someterse a las reglas del Estado de Derecho y el respeto a los derechos humanos. La violencia subversiva se respondía con violencia militar del Estado. Pero la violencia terrorista no decayó sino que se extendió a nuevas zonas. Todo ello creó un clima de zozobra y temor, de inestabilidad política e inseguridad, que también estuvo presente en el proceso electoral de 1990.

Las elecciones de 1990 tenían como gran favorito a Mario Vargas Llosa y el FREDEMO, que conformó con el movimiento Libertad, Acción Popular, el Partido Popular Cristiano y un nuevo sector tecnocrático. La fuerte oposición que le hicieron el APRA y las organizaciones de izquierda surtieron finalmente efecto, pero no para que estos grupos ganaran sino para catapultar, de manera sorpresiva, a un “desconocido” sin mayor antecedente político: Alberto Fujimori Fujimori, un docente universitario, hijo de padres japoneses, que proponía “honradez, tecnología y trabajo” y marcaba distancia frente a los partidos “tradicionales”. El electorado expresó su rechazo a la clase política. Vargas Llosa obtuvo el primer lugar en la primera vuelta, pero con una votación muy inferior a la esperada y lejos de alcanzar la mitad más uno que exigía la Constitución; Fujimori quedó segundo, no muy lejos. La segunda vuelta entre ambos tenía un desenlace anunciado: con los votos que le sumaron el APRA y la izquierda, Fujimori ganó con holgura superando el 57%. Su triunfo expresaba el agotamiento del sistema político tradicional y suponía, aunque entonces no se vislumbraba, el avance de las opciones autoritarias y antidemocráticas.

La elección de Alberto Fujimori supuso la primera utilización del sistema de segunda vuelta previsto en la Constitución de 1979 para la elección presidencial. Pero a diferencia de lo sucedido en los gobiernos precedentes de Belaunde y García, Fujimori careció de una mayoría parlamentaria propia, lo que hacía temer que pudiera cumplirse aquella fatal constante de ingobernabilidad que traería como desenlace la ruptura del orden constitucional. Y finalmente ello sucedió, pero la novedad fue que se trató de un autogolpe de Estado montado por Fujimori con el respaldo de la cúpula militar, logrando rápidamente el apoyo de los principales grupos económicos, de muchos medios de comunicación y de amplios sectores de la población, en clara confrontación con los partidos políticos “tradicionales”. Fujimori llegó al poder sin mayor organización partidaria ni compromisos con sectores o grupos concretos ni menos aun con ideas claras sobre lo que había que hacer. Muy pronto demostró que era un político pragmático y sin mayores lealtades. Abandonó buena parte de su discurso electoral y adoptó la propuesta de Vargas Losa, lo que permitió que muchos de los colaboradores de éste se plegaran al nuevo gobernante quien, simultáneamente, empezó a marcar distancia de sus colaboradores originales. Pese a que el gobierno de Fujimori carecía de mayoría en el Congreso, no hizo mayor intento para propiciar acuerdos con otras organizaciones políticas, a pesar que quedó demostrado el apoyo de éstas para aprobar ciertas reformas económicas. Asumió, más bien, una orientación autoritaria, aspirando a concentrar todo el poder en el Presidente (y el Ejecutivo) y a gobernar sin oposición ni control. Entabló alianzas con los altos mandos militares y basó su accionar en el aparato de seguridad e inteligencia estatal. En claro desprecio a reglas fundamentales del sistema democrático, prefirió el camino dictatorial y el golpe de Estado para aprobar normas y medidas que, en muchos casos, requerían de reformas constitucionales previas, lo que hubiera demandado el establecimiento de acuerdos o consensos en el Congreso, que no estaba dispuesto a establecer.

Tras tres gobiernos democráticos consecutivos, se rompía el orden constitucional y la institucionalidad democrática, que aparecía bastante debilitada por la inoperancia de la clase política y los partidos, y por el acoso del accionar terrorista. Nuevamente se instauraba un régimen dictatorial, pero esta vez encabezado por un Presidente civil que había sido democráticamente elegido y había logrado el respaldo de amplios sectores de la población.

2. EL RÉGIMEN AUTORITARIO DE FUJIMORI (1992-2000). DEL GOLPE DE ESTADO A UN REMEDO DE DEMOCRACIA.

El golpe del 5 de abril de 1992 fue esencialmente la concreción de un proyecto político autoritario, antes que producto de la responsabilidad de las normas constitucionales que regulan las relaciones entre gobierno y parlamento, ni de una crisis real de gobernabilidad propiciada por la obstaculización del parlamento a la política gubernamental.

Cierto es que el incremento de los actos terroristas generaban inseguridad y temor, y que existía un creciente desprestigio social de los partidos políticos, lo que debilitó los esfuerzos de resistencia de las fuerzas democráticas frente a la dictadura.

Pero ello no fue lo que finalmente hizo caer el sistema. Las primeras medidas del gobierno de facto fueron cerrar el Congreso, el Poder Judicial y el Tribunal de Garantías Constitucionales. Numerosos magistrados judiciales fueron arbitrariamente cesados, al igual que diplomáticos, funcionarios y servidores públicos. Se dictaron decretos leyes (que así se llaman en nuestra tradición a las normas del más alto nivel que sancionan los gobiernos de facto) que fortalecían el poder militar y una estrategia antisubversiva que vulneraba las normas constitucionales y los pactos internacionales sobre derechos humanos. La oposición democrática veía bloqueado virtualmente el acceso a la mayoría de los medios de comunicación social, identificados con el régimen. También se adoptaron medidas que buscaban liberalizar la economía y privatizar las numerosas empresas estatales que habían subsistido desde la salida del gobierno militar.

Sin embargo, rápidamente el régimen dictatorial de Fujimori se vio forzado, principalmente por presión de la comunidad internacional (OEA), a emprender el retorno a la normalidad institucional. La salida política fue anunciar la convocatoria al “Congreso Constituyente Democrático”, elegido por votación popular, que elaboraría una nueva Constitución y cumpliría funciones legislativas, para completar el período del parlamento que había sido arbitrariamente disuelto. Dichas elecciones carecieron de transparencia y equidad, por lo que algunos partidos democráticos decidieron abstenerse de participar. El respaldo popular que ostentaba para entonces Fujimori y el descrédito de los partidos, determinaron que el fujimorismo ganara ampliamente las elecciones y gozara de una cómoda mayoría parlamentaria.

3.1. La Constitución de 1993.

La Carta Política aprobada en 1993 fue elaborada “a la medida” de los intereses políticos del régimen fujimorista. Si bien muchos artículos de la Constitución de 1979 se repitieron en el nuevo texto e incluso se calcó su estructura, se introdujo cambios significativos en el Régimen Económico y en el Régimen Político. Los principales objetivos de la Constitución de 1993 eran dos: A nivel político, consolidar el poder presidencial y la continuidad del régimen autoritario, mediante la posibilidad de reelección inmediata de Fujimori; a nivel de la economía, promover la privatización de las empresas estatales y entregar al mercado el manejo total de la actividad económica. Se adoptó un modelo económico marcadamente neoliberal, donde el Estado abandonaba casi totalmente la intervención en la actividad económica y los derechos sociales y económicos resultaban ocupando un lugar modesto.

Es importante recalcar que en esta Carta se eliminó la norma pionera, a nivel latinoamericano, que existía en la Constitución de 1979 y que confería rango constitucional a las disposiciones sobre derechos humanos contenidas en tratados internacionales ratificados por el Perú. También se autorizaba el juzgamiento de civiles ante el Fuero Militar en los delitos de traición a la patria y terrorismo, cuyas resoluciones no eran recurribles ni revisables ante la Corte Suprema, salvo cuando la sentencia imponía la pena de muerte (lo que nunca ha sucedido). Los “jueces” castrenses eran militares en actividad. Al amparo de esta normativa se dictaron decretos leyes y leyes que establecieron “jueces sin rostro” (con identidad anónima y oculta), y reformas al proceso penal que restringían derechos fundamentales de los procesados y sus abogados, reconocidos en los pactos internacionales de derechos humanos.
La captura y encarcelamiento del máximo líder de SL, Abimael Guzmán, y de muchos de los principales cuadros de su cúpula partidaria, condenados luego a cadena perpetua, fue un triunfo político importante que aprovechó el gobierno, a pesar que provino del esfuerzo de la investigación y labor de inteligencia policial que venía desde antes. Numerosos militantes senderistas fueron ejecutados en los penales, en operativos represivos para develar motines o protestas, continuando una estrategia antisubversiva que privilegiaba el desconocimiento de los derechos humanos (asesinatos, desapariciones forzadas, tortura), teniendo como principal víctima a sectores campesinos y populares. Ello fue oficialmente negado, pero denunciado por ONGs de derechos humanos y organismos internacionales; en todo caso, el discurso gubernamental señalaba que era el camino indispensable para derrotar al terrorismo, ya que este asesinaba con crueldad, de manera cotidiana, a autoridades y pobladores.

3.1.1. La regulación constitucional de la función del Presidente de la República y de las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Congreso.


Con una clara orientación hacia el fortalecimiento del poder del Presidente de la República y la disminución de las competencias parlamentarias, esta Carta Política dispone:

a) El Presidente de la República es elegido para un mandato de cinco años, con el voto de más de la mitad de la votación válida en una primera votación; si esto no se alcanza, se irá a una segunda vuelta en donde este requisito no será necesario. Pero esta vez, se permite la reelección presidencial inmediata, por un período adicional.

b) Aunque el Presidente de la República mantiene su condición de Jefe de Estado y de Jefe de Gobierno (incluyendo ahora en forma expresa su potestad para dictar decretos de urgencia en materia económica y financiera) se contempla la posibilidad de que el Presidente del Consejo de Ministros pueda ser un ministro “sin cartera”, es decir, ejercer dicha función sin necesidad de que ocupe simultáneamente otro ministerio.

Asimismo se enumeran algunas atribuciones específicas del Presidente del Consejo de Ministros, tales como ser (después del Presidente de la República) el portavoz del gobierno, coordinar las funciones de los demás ministros; y refrendar los decretos legislativos, los de urgencia y otras normas dictadas por el Ejecutivo.

c) Se establece un Congreso unicameral de ciento veinte miembros, abandonando la tradición bicameral, cuya elección se realiza de acuerdo al sistema de representación proporcional. Si bien la determinación de la composición del Congreso, en atención a la organización territorial del país, se deja a la decisión de la ley, la Constitución estableció que para el proceso electoral de 1995 el Congreso se elegirá por «distrito nacional único». Ello favorecía el centralismo y facilitaba la digitación de los candidatos al parlamento por el Presidente Fujimori. Al interior del Congreso unicameral existe una Comisión Permanente elegida por éste, cuyos integrantes no excederán del 25% del número total de congresistas, tendiendo a mantener la proporcionalidad de la representación parlamentaria de las distintas fuerzas políticas. Esta Comisión Permanente actuaba, en algunas materias, como una suerte de Senado o segunda instancia.

d) Se suprime como atribuciones del Congreso la ratificación del nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema, de los ascensos al grado de general de los oficiales superiores de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, así como de los embajadores nombrados por el Presidente de la República.

e) Se establece que cuando el Presidente del Consejo de Ministros, y su equipo ministerial, concurren al Congreso para exponer y debatir la política general del gobierno y las principales medidas que se propone adoptar en su gestión, deberá plantear una cuestión de confianza, lo que obliga al Congreso a votar concediéndola o negándola, con los efectos consiguientes respectivos.

f) Se mantiene la potestad presidencial de disponer la disolución del Congreso, pero esta vez en el supuesto que el parlamento haya censurado o negado confianza a dos Consejos de Ministros, a diferencia de la Carta de 1979 que ponía como condición que fuesen tres los gabinetes ministeriales derribados.

3.1.2. El sistema judicial y la jurisdicción constitucional. La Carta de 1993 mantuvo la potestad del Poder Judicial para ejercer el denominado “control difuso” de constitucionalidad y declarar la inaplicación de la norma inconstitucional al caso concreto. Puede realizarlo cualquier juez, en cualquier tipo de proceso, siendo su resolución recurrible o elevada en consulta para decisión definitiva de la Corte Suprema. La resolución judicial final no es revisable ni apelable ante el Tribunal Constitucional, persistiendo el carácter “dual” de nuestro sistema de jurisdicción constitucional.

Un cambio importante fue el otorgamiento al Consejo Nacional de la Magistratura de las competencias exclusivas para la selección, evaluación, nombramiento y ascenso de los jueces, magistrados y fiscales de todos los niveles en el Poder Judicial y el Ministerio Público. Con ello se ponía fin al sistema político de nombramientos judiciales, quedando el Poder Ejecutivo y el Congreso excluidos de toda participación en esta tarea. El CNM está integrado por siete miembros, cada uno designado, respectivamente, por la Corte Suprema, los Fiscales Supremos, las universidades públicas y las universidades privadas, los Colegios de abogados, y 2 provenientes de los restantes colegios profesionales. El CNM también tiene a su cargo la función disciplinaria de destitución de magistrados; cuando se trata de magistrados o fiscales supremos, lo hace por propia iniciativa, y en cuanto a las otras categorías de jueces y fiscales, resuelve en instancia final, a propuesta de los órganos disciplinarios del Poder Judicial y el Ministerio Público.
En el Título V de esta Carta Política, denominado “De las Garantías Constitucionales”, regula lo referente a la jurisdicción constitucional e introduce diversas novedades importantes. Cabe así señalar:

a) Se vuelve a ampliar el número de las “garantías constitucionales”, sumándose a los ya existentes procesos de habeas corpus, amparo, acción popular y de inconstitucionalidad, las nuevas acciones de habeas data y de cumplimiento. Se precisó también, como un avance muy significativo, que el ejercicio del habeas corpus y el amparo no se suspende en relación a los derechos restringidos durante la vigencia de los regímenes de excepción o emergencia, siendo procedente que los tribunales efectúen en el caso concreto el control judicial de la razonabilidad y proporcionalidad de las medidas adoptadas (si bien esto venía de una ley anterior).

b) Se estableció el Tribunal Constitucional, a pesar que las propuestas iniciales del oficialismo sustentaban su reemplazo por una Sala Constitucional de la Corte Suprema. El TC volvió a ser definido como “órgano de control de la Constitución”, estando integrado por siete magistrados todos ellos elegidos por el Congreso, con el voto conforme de dos tercios del número legal de sus miembros. Para ser designado magistrado del TC se deben cumplir los requisitos aplicables a los vocales de la Corte Suprema, cuya edad mínima la propia Carta de 1993 rebajó de 50 a 45 años; su mandato tiene una duración de cinco años, sin posibilidad de reelección inmediata.

c) Las competencias del Tribunal Constitucional fueron ligeramente ampliadas y modificadas en su regulación, correspondiéndole:

1. Conocer, en instancia única, la acción de inconstitucionalidad, haciendo procedente ésta contra leyes, decretos legislativos, decretos de urgencia, tratados, reglamentos del Congreso, normas regionales de carácter general y ordenanzas municipales.
2. Conocer, en última y definitiva instancia, las resoluciones judiciales denegatorias de las acciones de habeas corpus, amparo, habeas data y cumplimiento. Con ello el TC se convierte en instancia final de fallo en estos procesos, suprimiendo la casación y el inconveniente reenvío a la Corte Suprema anteriormente existente. La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC) restringió a dos instancias la etapa judicial,
excluyendo la intervención de la Corte Suprema, salvo cuando la acción de garantía se interpone contra resoluciones judiciales. El acceso al TC se da a través del denominado “recurso extraordinario”, que sólo puede ser ejercido por el demandante cuando el órgano judicial desestima su pretensión.

3. Conocer los conflictos de competencia, o de atribuciones asignadas por la Constitución, conforme a ley.

d) La legitimación para interponer la acción de inconstitucionalidad se extiende a otras instituciones, autoridades y personas, correspondiendo al Presidente de la República, al Fiscal de la Nación, al Defensor del Pueblo, al veinticinco por ciento del número legal de congresistas; a cinco mil ciudadanos, tratándose de normas con rango de ley, y al uno por ciento de ciudadanos de la localidad, tratándose de impugnación de ordenanzas municipales, siempre que dicho porcentaje no exceda del número de firmas antes señalado. También están legitimados para interponerla los presidentes de las Regiones y los alcaldes de municipios provinciales; y los colegios profesionales, en materias propias de su especialidad.

e) La sentencia del TC que declara la inconstitucionalidad de una ley, se publica directamente en el Diario Oficial, produciendo –al día siguiente de su publicación– la derogación inmediata de la norma cuestionada. La declaración de inconstitucionalidad no tiene efectos retroactivos.

3.2. La “normalización” constitucionaly la democracia caricaturizada.
Con la elección y funcionamiento del denominado “Congreso Constituyente Democrático” (CCD) y la vigencia de la nueva Constitución de 1993, se consideraba “restaurada” la normalidad democrática y el orden constitucional. Esta Constitución fue aprobada mediante un referéndum popular a fines de 1993, donde el «SÍ» obtuvo un apretadísimo (y bastante discutido) triunfo sobre el «NO», por una diferencia de escasamente el 4% de los votos. Sin embargo, el carácter autoritario del régimen fujimorista, y el control absoluto del Congreso por el oficialismo, determinaron la falta de control y contrapeso político, a pesar de la lucha de la minoría parlamentaria opositora. La orientación neoliberal en la economía y conservadora en lo político, eran elsigno característico de la gestión gubernamental.

Las elecciones generales de 1995 tenían como amplio favorito a Fujimori, quien obtuvo un cómodo triunfo sobre la candidatura opositora de las fuerzas democráticas encabezada por el prestigioso diplomático Javier Pérez de Cuéllar, ex Secretario General de las Naciones Unidas. Fujimori fue reelecto y obtuvo también mayoría parlamentaria; aunque gozaba de claro respaldo electoral, el proceso no tuvo suficiente transparencia ni garantías, lo que dejó dudas sobre la exactitud de los resultados, sobre todo en la composición del Congreso.

El gobierno mantuvo su sesgo autoritario, controlando el conjunto de las entidades estatales, pues se aprobaron leyes que intervinieron el gobierno del Poder Judicial y el Ministerio Público mediante la instauración de Comisiones Ejecutivas. Poco después, las atribuciones del Consejo Nacional de la Magistratura y de la Academia de la Magistratura, en cuanto a la formación y nombramiento de nuevos magistrados, fueron recortadas, lo que motivó la renuncia del cuerpo de dirección de ambas instituciones.

El sistema judicial estaba conformado mayoritariamente por magistrados provisionales, que el gobierno, a través de la Comisión Ejecutiva, controlaba y podía manipular. El régimen no deseaba que se avanzara en el nombramiento independiente de magistrados titulares. En el Congreso, se aprobaron leyes destinadas a acelerar la privatización y venta a inversionistas extranjeros de todas las empresas estatales que ejercían monopólicamente la prestación de servicios públicos (electricidad, teléfonos) así como de las existentes en minería, pesca, transporte aéreo, etc. La alianza entre el gobierno y la cúpula militar era estrecha y el manejo de las fuerzas armadas (a nivel de ascensos) estaba claramente supeditado a los intereses políticos del régimen. La estrategia antisubversiva, destinada a terminar de eliminar a los grupos terroristas, mantuvo su misma orientación; a través del Fuero Militar y la justicia ordinaria se propició la impunidad frente a las múltiples denuncias de violación de los derechos humanos, truncando las investigaciones o exculpando a los militares acusados. Luego el Congreso aprobó una ley de amnistía para los implicados en imputaciones de violación de los derechos humanos a consecuencia de la lucha antisubversiva.

Pero aunque el gobierno fujimorista no tuvo mayores innovaciones, manteniéndose una economía estable e impulso a las inversiones, lo determinante en el plano político era la búsqueda de la perpetuación en el poder, para lo que se aprobó una ley que habilitaba la posibilidad de una nueva reelección de Fujimori en el año 2000, a pesar que la Constitución solo permitía una reelección inmediata. La denominada “ley de interpretación auténtica”, mediante una cuestionable e inconstitucional interpretación del Congreso, sostuvo que la reelección presidencial inmediata por una vez recién se computaba desde el gobierno en curso, ya que éste era el primero en elegirse conforme a la Carta de 1993, por lo que Fujimori podría volver a ser candidato presidencial en el año 2000, como en efecto sucedió. En adelante, el principal interés gubernamental fue garantizar dicha re-reelección, manteniendo el control del sistema judicial y de los órganos electorales, así como desatando una fuerte campaña contra las fuerzas de oposición, contando para ello con el respaldo de las emisoras de televisión y muchos diarios, que se sometieron al régimen a cambio de beneficios económicos y favores judiciales para sus propietarios y directivos periodísticos. Aunque la Constitución de 1993 estableció el Tribunal Constitucional (TC), el régimen nunca estuvo demasiado interesado en su desarrollo autónomo. El control fujimorista del Congreso le permitió controlar la designación de los siete magistrados, aprobando previamente una norma, en la Ley Orgánica del TC, que disponía que para declarar inconstitucional una ley se requerían 6 votos conformes, entre los 7 magistrados, con la clara intención de dificultar esta declaratoria. Interpuesta una acción de inconstitucionalidad contra la ley que permitía una nueva postulación y reelección del Presidente en el 2000, 3 magistrados del TC votaron por su inconstitucional y la declararon
inaplicable a Fujimori, mientras que los restantes 4 se abstuvieron de votar. En el Congreso, el oficialismo acusó constitucionalmente a estos 3 magistrados y dispuso arbitrariamente su destitución, en mayo de 1997, acusándolos de infracción a la Constitución.

Poco antes de cumplir un año de funcionamiento, el TC quedó incompleto (con solo 4 magistrados) e imposibilitado de ejercer el control de constitucionalidad, ya que el Congreso nunca designó a los magistrados faltantes.

Un rasgo dominante del manejo político autoritario del régimen fue la instrumentación de mecanismos y decisiones de control y manipulación desde el Servicio de Inteligencia Nacional, que tenía como jefe real al asesor presidencial Vladimiro Montesinos.

Como se comprobaría años después, dicho personaje, en complicidad con el Presidente y la cúpula militar, mantuvo un régimen de sujeción a las fuerzas armadas, sobre todo mediante la digitación de los ascensos, así como logró el sometimiento cómplice de los propietarios y directivos de las emisoras de televisión y muchos diarios.

La corrupción y el aprovechamiento ilícito en los recursos del Estado se vieron favorecidos por la falta de transparencia y el papel sumiso del Congreso controladopor el oficialismo, que no ejercían mayor fiscalización y propiciaban la impunidad.

El proceso electoral del año 2000 estuvo totalmente manipulado, contando con el control gubernamental de los órganos electorales y el respaldo de muchos medios de comunicación, comprometidos con la re-reelección de Fujimori y el “aniquilamiento político” de los principales líderes de la oposición. No obstante, las fuerzas democráticas lograron ir generando creciente movilización social de rechazo a esta nueva reelección.

De manera sorpresiva, el candidato Alejandro Toledo logró canalizar el voto popular de los sectores políticos opuestos al régimen fujimorista, en una campaña electoral carente de equidad y en un país totalmente polarizado por el tema de la reelección presidencial. Concluida la elección, la primera proyección de resultados dio ganador a Toledo por muy estrecha diferencia, pero luego se declaró triunfador y reelecto a Fujimori, en medio de un gran escándalo político. El fujimorismo había obtenido su objetivo reeleccionista, pero esta vez su desgaste político y falta de escrúpulos quedaban de manifiesto. La oposición cuestionó estos resultados y se produjo una crisis política, con la mediación de una misión internacional de la OEA.

4. LA CAÍDA DEL RÉGIMEN FUJIMORISTA Y LA
RECUPERACIÓN DE LA DEMOCRACIA (2000-2005)


El tercer gobierno consecutivo de Fujimori no logró la mayoría parlamentaria, pero poco antes de que el nuevo Congreso asumiera funciones ya había logrado conseguirla mediante una campaña que propició el “transfuguismo” político de muchos parlamentarios electos que cambiaron de bando hacia el oficialismo. Por sus dimensiones, era un fenómeno inédito de nuestra experiencia política, logrado mediante la oferta de dinero, favores políticos y judiciales, lo cual era una nueva muestra de la decadencia moral del Congreso y de los métodos repugnantes del régimen fujimorista, monitoreados por Montesinos.

Pero a pocos meses de iniciado el nuevo gobierno, se difundió en una emisora de televisión por cable, caracterizada por su independencia política y postura crítica al régimen, un video que mostraba los momentos en que Vladimiro Montesinos entregaba
dinero a un congresista electo para su paso al oficialismo (setiembre de 2000). El escándalo fue inmediato y rotundo. La oposición se fue haciendo más fuerte y Fujimori se vio obligado a anunciar que reduciría su mandato presidencial a un año, convocándose a elecciones para la instalación de un nuevo gobierno el 28 de julio del 2001.

Montesinos fue sacado del gobierno y fugó del país, mientras Fujimori hacía la pantomima de perseguirlo para detenerlo y negando toda vinculación o conocimiento de sus turbios manejos políticos y económicos; algún tiempo después Montesinos fue capturado en Venezuela y traído al país, donde se le juzga por diversos delitos, encontrándose en prisión tras recibir las primeras condenas.

La presión y el descontento social, como producto de la indignación moral contra el régimen, fueron en aumento. Ello obligó al Congreso a aprobar una reforma constitucional para reducir su propio mandato, de modo que las elecciones siguientes fueran generales, para la elección de un nuevo Presidente y un nuevo parlamento y de paso eliminaron la reelección presidencial.

Con el apoyo de la misión de la OEA se establecieron acuerdos entre el gobierno y la oposición para adoptar medidas durante el período que vendría antes de la salida del régimen. Sin embargo, y de manera sorpresiva, en noviembre del año 2000, aprovechando un viaje al exterior para participar en un certamen internacional en Asia, Fujimori no retornó al país, se refugió en Japón (aprovechando la nacionalidad japonesa que había adquirido en secreto tiempo atrás) y comunicó al Congreso su renuncia al cargo de Presidente de la República mediante carta que envió por fax. Sin su aliado Montesinos y consciente de la descomposición política y moral de su régimen, el gobernante autoritario sabía que le sobrevendría un conjunto de procesos judiciales e investigaciones que quería eludir, convirtiéndose pronto en un prófugo de la justicia nacional buscado internacionalmente. La misma presión social hizo que el Congreso no diera atención a la renuncia de Fujimori y aprobara su destitución por incapacidad moral; poco después, en enero del año 2001, el Congreso lo acusó constitucionalmente y lo inhabilitó por 10 años para el ejercicio de toda función pública. También tuvieron que renunciar los dos Vicepresidentes fujimoristas, produciéndose la sucesión presidencial transitoria al nuevo Presidente del Congreso, Valentín Paniagua, quien gobernaría hasta la instalación del gobierno a elegir en las elecciones del año 2001. Paniagua era un político de prestigio y con larga trayectoria, perteneciente al Partido Acción Popular. Se instauró entonces el “gobierno de transición”, con un estilo profundamente democrático que propició un gabinete formado principalmente por personalidades independientes, con el respaldo de las fuerzas democráticas, teniendo como Presidente del Consejo de Ministros a Javier Pérez de Cuéllar.

El país vivió una verdadera “primavera” democrática, de reconstrucción institucional y recomposición moral. Numerosos altos mandos militares y personajes civiles comprometidos en actos de corrupción y enriquecimiento ilícito durante el régimen
fujimorista empezaron a ser juzgados, muchos de los cuales han sido luego condenados y permanecen en prisión. Cesó toda intervención del Poder Judicial y el Ministerio Público, con la desactivación de las comisiones ejecutivas. Los tres magistrados del Tribunal Constitucional arbitrariamente destituidos por el régimen fujimorista, fueron restituidos en su cargo por decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Congreso. Luego se produciría la elección de los 4 nuevos magistrados del TC, quedando éste totalmente recompuesto, lo que le permitió emprender una nueva etapa caracterizada por su prestigio e independencia política. También se produjo la renovación de los integrantes del Jurado Nacional de Elecciones y de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, lo que influyó significativamente en la transparencia y legitimidad del proceso eleccionario del año 2001.

En las elecciones del año 2001, Alejandro Toledo, con su partido Perú Posible, ganó las elecciones en segundo vuelta, derrotando a Alan García, que había retornado al país. Toledo no tenía mayoría parlamentaria, pero logró alcanzarla en alianza con el pequeño partido Frente Independiente Moralizador, que colocó algunos de sus integrantes en el gabinete ministerial. El APRA se convirtió en la principal fuerza de oposición parlamentaria. El gabinete estaba integrado por algunas personalidades independientes y técnicos de prestigio, junto a políticos ligados al partido de gobierno. La política económica fue ordenada en el gasto fiscal, con promoción de la inversión privada y control de la inflación. Existió independencia judicial y respeto a la libertad de prensa. Mientras tanto, en el Congreso se visualizaban los innumerables “Vladivideos”, que mostraban a personajes ligados a los medios de comunicación, a políticos y empresarios, recibiendo dinero de Montesinos o pactando actos de corrupción y manipulación política.

Desde la instalación del gobierno de Toledo, ha sido importante el papel fiscalizador de la prensa a la gestión gubernamental y manejo de fondos públicos. Ciertos escándalos de tipo personal y familiar debilitaron rápidamente la imagen pública del Presidente, al igual que la actuación indebida de algunos parlamentarios y militantes de su agrupación. A pesar del manejo económico ordenado, las encuestas de opinión mostraban el declive constante en la popularidad y legitimidad presidencial, situación que continuó durante todo su mandato. La precaria mayoría parlamentaria oficialista y los constantes escándalos que envolvían a parlamentarios, acentuaron el desprestigio del Congreso, de los congresistas y de los partidos políticos.

El gobierno de Toledo ha sido un régimen de estabilidad económica y “debilidad” política de la figura presidencial, al punto que algunos sectores de oposición quisieron propiciar, sin éxito, el enjuiciamiento del Presidente y su destitución para declarar la vacancia. A pesar de que el gobierno actuó con cabal sometimiento a las reglas e instituciones democráticas, ello no ha redundado mayormente en el fortalecimiento sustantivo de la institucionalidad democrática y el régimen político, prosiguiendo el desprestigio del parlamento y de los partidos políticos.

En el Congreso se emprendió la reforma total de la Constitución, para dejar de lado la Carta fujimorista de 1993. Se avanzó sustancialmente en la elaboración de un proyecto de Constitución que sería luego sometido a referéndum popular. Sin embargo, la falta de apoyo político truncó este esfuerzo y desde entonces ha quedado abandonado.

5. LOS NUEVOS RETOS DEL RÉGIMEN POLÍTICO Y LA DEMOCRACIA EN EL PERÚ

Tras la recuperación de la democracia, a la caída del gobierno fujimorista, el reto primordial era la reconstrucción y el fortalecimiento de la institucionalidad democrática, gravemente debilitada durante la década de régimen autoritario. También afianzar la representatividad y legitimidad del régimen político, lo que requería de una renovación en los partidos. Si bien desde entonces ha existido respeto al orden constitucional, los logros en cuanto a los retos indicados han sido muy escasos.

En el plano político, sigue pendiente la sustitución de la Carta de 1993, principalmente debido a un cierto bloqueo y desinterés en el Congreso. Los sectores más conservadores y los gremios empresariales no quieren una nueva Constitución que pueda modificar el régimen económico neoliberal y las garantías otorgadas a la inversión privada por la Constitución de 1993, que les ha resultado favorable. Sin embargo, aunque ha habido un sostenido crecimiento económico y estabilidad monetaria, no ha existido incidencia relevante en la generación de empleo formal ni políticas destinadas a propiciar la redistribución del ingreso en los sectores populares.

Un aspecto novedoso ha sido el impulso al proceso de descentralización, mediante la instalación de gobiernos regionales electos por el voto popular y la continuidad de los gobiernos municipales. Este puede ser un espacio importante de participación política y de democratización del poder, siendo necesario que dichas instancias de gobierno actúen con eficiencia y utilicen adecuadamente sus recursos, aunque será decisiva la efectiva transferencia de algunas competencias y funciones que ostenta el gobierno central.

Resulta preocupante la creciente pérdida de legitimidad del Congreso y de los partidos, en buena medida por la escasa capacidad y calidad de quienes incursionan en la función política y por la falta de conciencia y claridad del electorado. Ello tiene como resultado la sensación de precariedad política y la existencia de un importante sector social desencantado del régimen democrático, que puede ser fácil presa de posiciones demagógicas de orientación autoritaria o antisistema.

El exceso de personalización del poder presidencial y la ausencia de toda responsabilidad política, con una muy limitada responsabilidad exigible en los planos penal o constitucional, incentiva el abuso del poder. Habría que pensar en fórmulas que transfieran o atenúen algunas competencias del Presidente, así como incluir nuevas causales por las que el Presidente de la República pueda ser acusado constitucionalmente durante su mandato (corrupción, enriquecimiento ilícito, violación de derechos humanos, graves infracciones constitucionales). También debería propiciarse el retorno a la bicameralidad en el Congreso, incluyendo reformas que permitan la renuncia del mandato parlamentario, la limitación de las inmunidades y la posibilidad de revocatoria de los congresistas.

Quedan pendientes todavía algunos aspectos que hay que considerar. Por un lado, la necesidad de un Estado más eficiente, que permita atender las necesidades básicas de la población, en especial las más sentidas y necesitadas, y sin que esto signifique
recaer en el populismo que hundió las finanzas públicas en épocas pasadas. Más aún cuando hoy enfrentamos el proceso de globalización, que nos arrastra sin querer. Y por otro, el fortalecimiento de las instituciones, entre los cuales, el Poder Judicial ocupa un puesto importante.

Tales temas quedan someramente apuntados, con cargo a un mayor desarrollo dentro de otro contexto.

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